Como Domar a un Cobarde

Capítulo 11

El día veinticuatro amaneció distinto. No hubo bullicio temprano en la plaza, ni campanas que llamaran a reunión. El pueblo parecía guardar un silencio espeso, como si el eco de la asamblea aún vibrara en sus paredes. Pero ese silencio no era calma: era el preludio de algo que se gestaba en las sombras.

Las calles estaban llenas de miradas esquivas. Vecinos que antes conversaban en voz alta ahora bajaban la vista al cruzarse, y quienes intercambiaban palabras lo hacían en susurros, con el cuerpo inclinado hacia adelante y los ojos atentos a que nadie más los escuchara.

Cubridge se había fracturado. Y en esas grietas comenzaron a nacer alianzas.

En la taberna, el grupo de jóvenes que había iniciado la pelea se reunió en un rincón apartado. La madera de la mesa estaba aún marcada por los golpes de la noche anterior. El carnicero, con los brazos cruzados, hablaba con voz áspera:
—El sacerdote tiene razón. Si ella no sentencia, lo haremos nosotros.

Uno de los muchachos, con el ojo morado todavía fresco, replicó con un gruñido:
—No pienso dejar que ese hombre camine libre por la plaza como si nada. Nos humilló.

Las jarras se alzaron con golpes secos. El acuerdo no necesitaba más palabras: estaban dispuestos a actuar por su cuenta.

Mientras tanto, en la herrería, el herrero trabajaba con furia, golpeando el metal como si cada martillazo fuese contra la injusticia del pueblo. A su lado, dos hombres lo escuchaban en silencio.
—No dejaré que lo toquen —dijo con voz ronca—. Un hombre que se queda bajo las miradas de todos merece respeto, no castigo.

Uno de los hombres dudó.
—El pueblo no escucha razones, amigo.
—Pues entonces tendrá que escuchar mi martillo.

El hierro incandescente chisporroteó, iluminando sus rostros con un resplandor rojizo. Allí también había un pacto sellado, no con palabras, sino con fuego.

La iglesia se convirtió en otro escenario de conspiraciones. El padre Lucian, con las manos sobre el altar, arengaba a las mujeres más devotas:
—La voz de esa mujer ha confundido a muchos. Es deber nuestro salvar al pueblo de su debilidad. Preparad vigilias, haced correr la palabra, no dejéis que la indecisión se pudra en nuestros muros.

Las ancianas asintieron, golpeando sus rosarios contra el pecho como armas. Una de ellas murmuró:
—Si no hay hoguera, al menos habrá ostracismo. Nadie les dará paz.

Wren lo percibía todo desde la librería. No necesitaba salir para saberlo: cada cliente que entraba traía en la voz el eco de esas divisiones. Unos saludaban con cordialidad y dejaban monedas de más sobre el mostrador, como si quisieran demostrar apoyo. Otros depositaban los libros con un golpe, susurraban palabras hirientes y salían sin mirar atrás.

Reed, por su parte, seguía en su obstinada calma. Arreglaba una estantería rota, limpiaba las maderas con trapo húmedo, leía a Parker con voz serena. Esa constancia que a Wren la desesperaba era, para el niño, un ancla. Y para el pueblo, gasolina.

Esa noche, Wren se quedó sola frente al calendario. El número veinticuatro fue trazado con manos temblorosas.
—Ya no es solo mi voz —susurró—. Ahora son muchas voces… y todas conspiran.

Reed levantó la mirada desde la banqueta.
—No podrán decidir por ti, Wren.
Ella lo fulminó con los ojos.
—No lo entiendes. Ellos no necesitan mi permiso.

El silencio volvió a caer sobre la librería. Afuera, la plaza parecía dormida, pero las brasas de Cubridge ardían bajo las cenizas. Y todos sabían que, tarde o temprano, alguien soplaría sobre ellas.

El día veinticinco no empezó con el bullicio habitual del mercado. La plaza parecía un escenario preparado, cada rincón ocupado por ojos atentos. No había risas de niños, ni discusiones animadas de vendedores. En su lugar, se levantaban pequeñas hogueras de incienso frente a la iglesia, donde las ancianas más devotas murmuraban oraciones interminables, como si quisieran purificar el aire mismo que Reed respiraba.

El padre Lucian había ordenado vigilias diarias. Desde la madrugada hasta el anochecer, un grupo de mujeres permanecía sentado en bancos improvisados frente al templo, con los rosarios en la mano y los ojos fijos en la librería. No hablaban mucho, pero sus miradas eran dagas que perforaban los muros.

Al caer la tarde, comenzaron las rondas. Un grupo de hombres, encabezados por los mismos jóvenes que habían iniciado la pelea, caminaba por la plaza con pasos firmes, como si se tratara de guardias. No portaban armas, pero las jarras en sus manos y los palos que usaban como bastones dejaban claro que no buscaban compañía inocente.

—No son rondas —murmuró Clara a Wren, al entrar a la librería con el ceño fruncido—. Son advertencias.

Wren apretó los labios. Parker la miraba desde su rincón, con los ojos muy abiertos, dibujando figuras que parecían casas rodeadas de murallas. El niño, aunque no lo entendiera del todo, captaba la tensión en el aire.

Una tarde, la tensión llegó a la misma puerta de la librería.

Dos mujeres jóvenes, con pañuelos en la cabeza, entraron fingiendo buscar pergaminos. Se pasearon por los estantes sin tocar nada, hasta detenerse frente al mostrador. Una de ellas habló en voz baja, con una sonrisa helada:
—Dicen que aquí se leen cuentos en voz alta. ¿Es cierto?

Reed levantó la vista desde la banqueta, con calma.
—Solo para quienes quieren escucharlos.

La segunda mujer arqueó una ceja.
—¿Y cree usted que los niños necesitan cuentos… o verdades?

Wren intervino antes de que Reed respondiera.
—Necesitan paz. Y eso no lo encontrarán en vuestras lenguas.

Las mujeres se miraron entre sí, murmuraron algo ininteligible y salieron dejando tras de sí un murmullo venenoso que se quedó flotando en el aire.

El pueblo no se conformaba con vigilias ni rondas. Cada acción era un mensaje.

Un día, en la fuente apareció un nuevo trozo de tela manchado de carbón: El silencio también es culpa.
Otro día, alguien dejó frente a la librería un manojo de espinas, atadas con un cordel.
Y al tercero, Parker encontró un dibujo burdo clavado en la puerta: una hoguera mal trazada, con tres figuras dentro.




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