Como Domar a un Cobarde

Capítulo 12

El amanecer del día treinta no trajo alivio. La plaza estaba inquieta desde temprano, como si cada piedra hubiese despertado con el rumor de lo que se avecinaba. Los puestos de mercado se instalaron con rapidez, pero nadie hablaba de precios ni de panes. Las voces giraban en torno a la misma palabra: juicio.

Wren observaba desde la ventana de la librería, con los dedos crispados contra el marco de madera. El aire olía a leña, a incienso, a preparación. Sentía que los murmullos la rodeaban incluso con las ventanas cerradas.

Clara llegó a media mañana, con el rostro tenso.
—Ya lo decidieron. El domingo habrá un juicio en la plaza. Prepararán un estrado, y el padre Lucian oficiará como juez.

Wren cerró los ojos. Era la confirmación de lo que temía desde hacía días.
—¿Y qué pasará si me niego a asistir?
Clara la miró con una mezcla de compasión y miedo.
—No podrás negarte, Wren. Si no sales tú, entrarán ellos. Y esta vez no se conformarán con piedras.

Dentro de la librería, Reed escuchaba en silencio, sentado junto al fuego. Sus manos estaban entrelazadas, firmes, como si sostuvieran un peso invisible.
—Entonces no esperaremos al domingo —dijo con calma—. Si hemos de marchar, que sea antes.

Wren lo miró, sorprendida.
—¿Marchar? ¿A dónde?
—A donde el pueblo no pueda seguirnos —respondió él, con voz grave—. No se trata de huir, sino de salvar lo único que importa.

Wren bajó la mirada hacia Parker, que jugaba con sus dibujos en el suelo. El niño trazaba figuras de casas, caminos y montañas con colores torpes.
—Mira, mamá —dijo entusiasmado—. Dibujé un viaje. Aquí estamos los tres.

La voz de Wren se quebró.
—¿Y a dónde vamos en ese viaje, Parker?
El niño sonrió con inocencia.
—A un lugar donde nadie grite. Donde todos escuchen cuentos.

Wren sintió que las lágrimas amenazaban con desbordarse. Era como si el niño hubiera puesto en palabras lo que su corazón no se atrevía a admitir.

Al caer la tarde, la plaza volvió a llenarse. Los hombres hablaban de levantar el estrado, las mujeres tejían coronas de flores para la procesión previa, y el padre Lucian recorría las calles recordando a todos que “la verdad debe brillar con la luz del día”.

Pero en las sombras, no todos estaban de acuerdo. El herrero, con las manos ennegrecidas por el trabajo, se acercó a la librería en silencio. Tocó la puerta con suavidad, como quien no quiere ser visto.

Wren lo recibió con cautela.
—¿Qué quieres?
El hombre miró a su alrededor antes de hablar.
—No todos estamos ciegos, Wren. No todos creemos en hogueras. Si decides marchar, habrá quienes os ayuden. Pero debéis hacerlo pronto, antes de que el domingo os encadene a esta plaza.

Wren sintió que el aire se le escapaba.
—¿Por qué ayudarías?
El herrero la miró con ojos cansados.
—Porque yo también fui señalado una vez. Y sé lo que duele que un pueblo entero decida tu destino por ti.

Esa noche, cuando Reed marcó el día treinta en el calendario, lo hizo con un trazo firme, como si cortara la página en dos. Wren lo observaba en silencio, con el corazón desgarrado entre dos caminos: quedarse y enfrentar la hoguera del juicio, o marchar y enfrentar lo desconocido.

Parker, en su rincón, seguía dibujando mapas de colores. En su inocencia, el viaje ya había comenzado.

El día treinta y uno amaneció con un sol extraño: ni radiante ni apagado, sino de un brillo turbio que parecía presagio. Desde temprano, la plaza se llenó de martillazos. Los hombres trabajaban en el centro, clavando tablones, levantando columnas improvisadas y alineando bancos alrededor.

Era un espectáculo en sí mismo: mujeres llevando jarras de agua a los trabajadores, ancianas bendiciendo la madera con rezos, niños correteando alrededor como si se tratara de una fiesta. Pero no era una fiesta. Era un estrado. Un escenario donde, en apenas unos días, se representaría el juicio de una familia entera.

Wren lo miraba desde la ventana con un nudo en la garganta. Cada golpe de martillo era como una campanada anunciando su destino.

En la librería, los preparativos eran otros. Silenciosos. Invisibles.

Wren abrió una caja de madera donde guardaba monedas ahorradas durante años, contándolas una a una con manos temblorosas. No eran muchas, pero tal vez alcanzarían para llegar al siguiente pueblo. Tal vez.

Reed la observaba desde la sombra, sin interrumpirla. Sabía que en ese gesto había más que un cálculo de dinero: había una confesión.

Ella lo miró de reojo.
—Si partimos, no habrá regreso.
—Lo sé —respondió él, con voz baja—. Y aún así, si decides ir, te seguiré.

Al caer la tarde, Wren comenzó a reunir discretamente provisiones. Guardó pan duro envuelto en telas, llenó un odre con agua, recogió velas y un par de mantas. Movía cada objeto como quien prepara un viaje secreto, con la angustia de que cualquier ruido pudiera delatarla.

Parker la sorprendió en medio del movimiento.
—¿Qué haces, mamá? —preguntó, con la inocencia de siempre.

Wren sonrió débilmente, acariciando su cabello.
—Un juego, cariño. Estamos preparando un viaje de exploradores.

Los ojos del niño brillaron de entusiasmo.
—¿De verdad? ¿Iremos los tres?
—Sí, los tres —susurró ella, apretándolo contra su pecho.

Reed, que escuchaba desde la mesa, bajó la mirada. Ese “los tres” lo atravesó como una promesa y como un peso.

Mientras tanto, en la plaza, la construcción avanzaba. El estrado ya tenía forma. Dos columnas sostenían un techo improvisado con telas rojas que flameaban al viento. En el centro, un asiento alto esperaba al padre Lucian, como juez supremo.

El pueblo entero hablaba de ello con fervor. Algunos lo llamaban “la mesa de justicia”, otros “el altar de la verdad”. Para Wren, no era más que una hoguera disfrazada de madera.

Clara llegó entrada la noche con el rostro desencajado.
—Ya no es un rumor, Wren. Está decidido. El domingo, al caer la tarde, el padre Lucian pronunciará sentencia frente a todos.




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