El amanecer del día cuatro fue distinto. No había campanas ni bullicio en la plaza; sólo un respiro largo y contenido que pareció seguirlos hasta fuera del último adoquín del pueblo. La luz nueva era pálida y fría: las primeras brumas se disolvían sobre los trigales mostrando siluetas de mala salud en la lejanía. Un olor a tierra húmeda subía desde los surcos, y el viento traía consigo el rumor de hojas y algún graznido de cuervo que parecía avisar que el mundo, por fuera de Cubridge, continuaba con su indolencia.
Reed marcó el paso con firmeza por el sendero que llevaba al molino. Las botas crujían en azúcar de escarcha; el fardo sobre su espalda oscilaba con el peso de lo imprescindible y con el rumor de palabras no dichas. Wren caminaba detrás con la mano de Parker prendida en la suya; el niño tiraba de su dedo índice como quien guía una comitiva, convencido de que aquello era un juego de exploradores del que pronto tendría que contar hazañas en voz alta. Cada pocos pasos, Parker alzaba su dibujo del puente y lo mostraba como medalla, y Wren le sonreía porque aquel brillo infantil la mantenía en pie aunque por dentro tuviera el corazón en un hilo.
Al llegar a la colina que miraba al molino, la vista se abrió: la rueda dormida se recortaba en el horizonte como una rueda de barco varada. El molino, con su madera un tanto hueca por años, seguía allí, inmóvil y digno; su sombra proyectaba una mancha de recogimiento sobre el prado. Reed detuvo la marcha y volvió la cabeza para mirar a Cubridge, pequeño y quieto allá abajo. La perspectiva la hacía vulnerable y a la vez le daba a Wren la sensación amarga de estar dejando atrás no sólo una plaza, sino una vida completa: el mostrador, el olor a tinta; los lunes, los clientes; la rutina que la sostuvo en noches de frío.
—No hay señales —murmuró Reed, apenas—. Por ahora parece que dormían.
Wren clavó la vista en el valle. Aun así, su cuerpo no dejó de temblar. Cada silencio le parecía una trampa. Había aprendido, en la batalla de los días anteriores, que la calma del enemigo es preludio de un movimiento; que la sombra que calla desde la puerta puede ser el mismo brazo que lanza la piedra. Parker apoyó la cabeza en la bota de Reed y bostezó, sin sospechar del temblor adulto a su alrededor. Reed se agachó, le rozó la frente, habló en voz baja y ceremoniosa, y el niño cerró los ojos como si la promesa del viaje fuese ya un cuento con final feliz.
Emprendieron la bajada hacia el arroyo por un sendero apenas marcado entre brezos y tojos. El frío mordía las mejillas; la respiración se volvía blanca y corta. A mitad de camino, Reed guardó silencio y, de pronto, se detuvo. Wren se vio obligada a chocar con su hombro; él miró en torno con una atención que ya no era sólo prudencia, sino sospecha. Allí, sobre una piedra junto al camino, había una huella: dos marcas de herradura y un pie humano que no pertenecía al camino común. Alguien había pasado por la senda hace poco. No mucho: la tierra aún conservaba la humedad de la madrugada.
—No solo salimos nosotros —dijo Reed despacio—. Alguien nos sigue las pisadas, o al menos pasó antes que nosotros.
Las palabras fueron un golpe. Wren apretó la mano de Parker hasta sentir los nudillos pálidos. El niño despertó con un forcejeo y miró a Reed con la claridad de un capitán que entiende que el camino tiene enemigos. No había pánico en las caras, pero sí un repliegue íntimo: la idea de ser vistos es una losa sobre los pasos.
Continuaron con más cautela, cambiando la marcha para que sus huellas se mezclaran con las piedras. Cruzaron un puente rústico que el dibujo infantil había convertido en meta; el tablón crujió bajo sus pies y el agua del arroyo murmuró con un rumor de confidencia. Desde la orilla, la perspectiva del molino era otra: la rueda, ahora más próxima, parecía un latido lento que marcaba el tiempo del mundo fuera de su apuro.
Al llegar al claro de árboles aledaños al molino, Reed buscó con la vista entre las sombras. No había figuras que vigilaran desde la penumbra, sólo un rastro de hojarasca prensada que delataba pasos recientes. Wren notó la tensión en su hombro; las manos de Reed se cerraron sobre el palo que le serviría de apoyo en la subida empinada. Parker, creyendo que todo era juego, trepó en un trozo de raíz y fingió que entablaba combate con un monstruo de musgo.
—Si nos alcanzan —murmuró Wren, mientras ajustaba la capucha del niño—, no quiero que se nos lleven por sorpresa. ¿Tienes un plan si nos interceptan?
Reed suspiró y le explicó con voz baja y medida lo que ya tenían acordado: esconderse en el hueco junto a la antigua puerta del molino, esperar a que la persuasión de la búsqueda se disuelva, y si el peligro era inminente, cruzar el sendero del río que tardaba en patrullar la gente del pueblo. Lo dijo sin grandilocuencias; sus opciones eran pocas y las contaba como quien enumera piezas de madera útiles para levantar algo. Wren tomó sus palabras y las convirtió en un mapa mental que le permitiría decidir al primer indicio.
Mientras tanto, la naturaleza hacía su trabajo: el sol subía perezoso y la niebla se disolvía dejando manchas de oro en los juncos. Un cuervo graznó desde lo alto de una horquilla y Reed alzó la mano para señalar una figura que, a lo lejos y en la linde del bosque, se movía con la vacilación de quien observa desde lejos. No estaba seguro; la figura podía ser un pastor, un caminante, o alguien que llegaba por no saber otro camino. Pero ya la tensión había sido activada: un elemento había alterado su recorrido y la sensación de soledad.
—Allí —dijo Reed, mostrando la silueta—. No puedo decir si es un vecino o un perseguidor. Pero no nos conviene acercarnos.
Wren miró con el ánimo dividido; la parte que quería correr gritaba, la parte que contaba cada moneda y cada libro persuadía calma. Parker preguntó con la desfachatez de la infancia si podían correr más rápido hacia el puente. Reed miró a Wren, buscando permiso que no pedía tanto como ofrecía: la certeza de que su rostro, cansado y roto en el último mes, aún podía decidir por los tres.
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Editado: 23.09.2025