El sol subía despacio, iluminando la pradera con un resplandor engañosamente sereno. Para cualquiera que mirara desde lejos, tres figuras descendiendo por la colina podrían parecer simples viajeros en busca de un pueblo cercano. Pero para Wren, cada paso era una batalla, cada respiro un recordatorio de que no eran caminantes: eran fugitivos.
Reed encabezaba la marcha, cargando el fardo con firmeza, los músculos tensos como si sostuvieran más que ropa y pan. Sus ojos no se apartaban del humo que ascendía en el horizonte. No sabía si aquella aldea los recibiría con pan o con piedras, pero era la única promesa de refugio.
Wren lo seguía con Parker de la mano. El niño avanzaba con sorprendente entusiasmo, señalando cada mariposa, cada flor, como si el viaje fuese una excursión. La inocencia le daba ligereza a sus pasos, mientras los de su madre estaban cargados de un peso invisible: el temor de llegar tarde, el temor de no llegar nunca.
A mitad del descenso, Reed se detuvo y alzó la mano. Wren contuvo el aire, acostumbrada ya a obedecer aquel gesto. El silencio del valle parecía inofensivo, pero al agudizar el oído se distinguían ruidos distintos al viento: voces.
Al otro lado de la pradera, en el límite del bosque, cuatro siluetas se movían con lentitud calculada. No corrían. No gritaban. Avanzaban como quien conduce una cacería: seguros de que la presa terminará agotándose.
Reed apretó los dientes.
—Quieren que nos cansemos antes de llegar.
Wren lo miró con desesperación.
—¿Y si ya avisaron a la aldea? ¿Y si al llegar nos esperan más manos para atraparnos?
Reed no apartó la vista del humo.
—Entonces no tendremos dónde escondernos. Pero si no llegamos, no tendremos ni siquiera la oportunidad de probar.
El valle era traicionero. Lo que parecía terreno plano se revelaba lleno de hondonadas y zanjas cubiertas de hierba. Parker tropezaba una y otra vez, y Wren lo levantaba con una mezcla de ternura y urgencia. Cada caída era un segundo perdido.
Reed, adelantado unos pasos, buscaba el camino más recto, pero sabía que no había atajos. Los perseguidores mantenían su distancia, como lobos que rodean antes de lanzarse.
El humo de la aldea se volvía más nítido conforme avanzaban. Ahora se distinguía una segunda columna, más pequeña: quizás un horno de pan o un taller. Aquello encendió un destello en los ojos de Parker.
—¡Mira, mamá! ¡Ya casi llegamos a las ventanas grandes!
Wren tragó saliva. Se inclinó hacia él y le acarició la mejilla.
—Sí, amor. Ya casi.
Pero en su interior sabía que aún faltaba lo más duro: entrar en un lugar desconocido con la sombra del pueblo pisándoles los talones.
Cuando alcanzaron la mitad del valle, un silbido agudo rasgó el aire. Wren se estremeció de inmediato. Reed giró bruscamente, y lo vio: uno de los hombres al otro lado había levantado un cuerno pequeño y lo hacía sonar con calma, como si marcara el inicio de una caza abierta.
El sonido se extendió como un presagio, rebotando en las colinas. Parker se tapó los oídos y buscó refugio en el regazo de su madre.
Reed dio un paso al frente, su voz firme como piedra:
—¡No nos detendremos!
Y en ese instante, la carrera dejó de ser un andar rápido para convertirse en una huida abierta, con el humo de la aldea delante y el eco del cuerno detrás, persiguiéndolos como un fantasma.
El sonido del cuerno todavía vibraba en el aire cuando Reed tomó a Parker en brazos sin pedir permiso. El niño se aferró a su cuello, comprendiendo al fin que ya no se trataba de un juego. Wren, jadeante, apenas podía seguirles el paso; cada músculo de sus piernas gritaba cansancio, pero el miedo la obligaba a avanzar.
El valle, que desde lo alto parecía llano, ahora se convertía en un enemigo con trampas ocultas: hondonadas cubiertas de hierba que torcían los tobillos, piedras resbaladizas que se confundían con la tierra. Cada tropiezo era un recordatorio de que el terreno no quería dejarlos ir.
Detrás, las figuras comenzaron a avanzar con mayor rapidez. Ya no eran lobos pacientes: ahora eran cazadores que habían olido sangre. La distancia aún era considerable, pero se reducía poco a poco, paso tras paso, como un reloj de arena que no podía detenerse.
Wren volteó apenas un instante, y lo que vio le heló el alma: cuatro hombres, hombro con hombro, avanzando sin prisa desesperada, pero con la seguridad de quien sabe que la presa no tiene salida. No gritaban, no corrían desbocados; eso era lo peor. Eran metódicos, calculadores, convencidos de que el terreno mismo haría el trabajo por ellos.
—¡Reed! —jadeó ella, con la voz quebrada—. ¡No llegaré!
Él giró la cabeza un instante, sus ojos cargados de fuego.
—Sí llegarás. ¡No me obligues a arrastrarte, Wren!
La dureza de sus palabras le dolió, pero también la sostuvo. Porque en su interior sabía que tenía razón: detenerse significaba entregarse.
El humo de la aldea se hacía más visible, y con él, la promesa de gente, de refugio… o de nuevos enemigos. El corazón de Wren oscilaba entre la esperanza y el miedo: ¿serían acogidos como forasteros en apuros o rechazados como fugitivos marcados por la lengua de Cubridge?
Parker, en brazos de Reed, enterró la cara en su hombro. Su voz era apenas un murmullo:
—Papá, no dejes que me atrapen…
Reed apretó los dientes, sintiendo cómo esa palabra lo atravesaba con fuerza renovada.
—No lo haré, Parker. Te lo juro.
La carrera se volvió una marcha frenética. El viento les golpeaba el rostro, arrancándoles lágrimas y polvo. La pradera, que antes parecía infinita, ahora se estrechaba en un corredor invisible: adelante, la aldea; atrás, los perseguidores; a los lados, nada más que hierba alta que no ofrecía escondite alguno.
Wren tropezó y cayó de rodillas, el golpe arrancándole un gemido. El dolor se extendió por sus piernas como fuego. Reed giró, la levantó con un brazo sin soltar a Parker, y la obligó a seguir. Por un instante, Wren sintió que no era ella quien caminaba, sino la fuerza de Reed empujándola contra su voluntad.
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Editado: 23.09.2025