Como Domar a un Cobarde

Capítulo 16

El bosque había quedado atrás, pero no el peso de sus sombras. Ahora el sendero se abría en colinas suaves, cubiertas de pasto y flores silvestres que se mecían al ritmo del viento. El cielo, despejado y azul, parecía un engaño: todo en la naturaleza invitaba a pensar en calma, mientras que en el pecho de Reed cada latido sonaba como tambor de guerra.

Se detuvo de golpe en medio del sendero. Su oído entrenado no se equivocaba: el eco del cuerno que había escuchado en la mañana no era ilusión. Ahora lo acompañaban pasos lejanos, crujidos rítmicos, el sonido metálico de armas que se agitaban contra las caderas de quienes los seguían.

Wren lo notó al instante.
—¿Qué escuchas? —preguntó, su voz un susurro tenso.

Reed giró la cabeza lentamente, como si temiera que un movimiento brusco pudiera atraerlos.
—Nos siguen. No muchos, quizá una docena… pero más que suficiente.

El rostro de Wren se endureció. Sus ojos se posaron en Parker, que aún jugaba con una rama como si fuera espada, ajeno a la amenaza. Lo atrajo hacia sí, cubriéndolo con su cuerpo como un escudo natural.
—¿Y ahora qué?

Reed se agachó, recogió un puñado de tierra y la dejó escurrir entre sus dedos. El viento soplaba hacia el este, arrastrando consigo olores y sonidos. Eso significaba que, si seguían por el sendero, sus perseguidores los alcanzarían con facilidad.

—Tenemos dos opciones —dijo finalmente—: seguir el camino abierto hacia las colinas, donde podrán alcanzarnos rápido, o internarnos otra vez en el bosque y perderlos entre las sombras.

Wren negó con la cabeza de inmediato.
—Si volvemos al bosque, Parker no resistirá. Está cansado. No podemos arrastrarlo entre ramas y raíces una vez más.

Reed apretó la mandíbula. Sabía que ella tenía razón. Pero también sabía que en campo abierto la huida sería breve.

Parker, curioso por el tono grave de su padre, se acercó tirándole de la manga.
—Papá, ¿qué pasa?

Reed lo miró y, por un instante, la dureza de su rostro se suavizó. Le acarició el cabello.
—Solo un juego, pequeño. Tenemos que andar rápido, como si corriéramos hacia un tesoro.

El niño sonrió de inmediato, entusiasmado por la idea.
—¡Entonces vamos! ¡Quiero ser el primero en verlo!

Wren lo observó con los labios apretados. La inocencia de su hijo era un bálsamo, pero también una daga. ¿Hasta cuándo podría Reed disfrazar la huida de aventura? ¿Cuándo descubriría Parker que su “tesoro” era, en realidad, sobrevivir un día más?

Reed tomó una decisión.
—No volveremos al bosque. Avanzaremos por las colinas, pero no recto. Los confundiremos.

Con paso firme, se apartó del sendero y comenzó a subir por la ladera cubierta de hierba. Cada paso lo hacía más visible, pero también lo alejaba de la ruta lógica que sus perseguidores esperarían.

El ascenso era duro. Wren apretaba la mano de Parker mientras el niño resoplaba, protestando entre juegos. Reed iba al frente, atento a cualquier señal en el horizonte.

Cuando alcanzaron la cima, se detuvo. Desde allí, la vista se extendía como un mapa: colinas, praderas, un arroyo que serpenteaba entre piedras, y más allá, la línea oscura de otro bosque.

Y en la distancia, apenas perceptibles, figuras avanzaban por el sendero que habían dejado atrás.

Wren se tensó.
—Ya están cerca.

Reed asintió, con el rostro endurecido.
—Demasiado cerca para seguir sin plan.

Miró el arroyo, miró el bosque lejano, miró el cielo abierto. Tres caminos, ninguno seguro. Pero había que elegir, y había que hacerlo rápido.

Se volvió hacia Wren, sus ojos fijos en los de ella.
—¿Confías en mí?

Ella tragó saliva. Podía reprocharle, podía dudar, pero en ese instante no había otra respuesta posible.
—Sí.

Reed respiró hondo y señaló hacia el arroyo.
—Entonces correremos hacia el agua. Allí las huellas se pierden.

Sin esperar más, tomó la mano libre de Parker y comenzó el descenso. El niño, entre risas y jadeos, corría convencido de que iban hacia un juego secreto. Wren los seguía, el corazón desbocado, sabiendo que cada paso los acercaba a la vida o a la captura.

Y detrás de ellos, en la distancia, los hombres de Cubridge levantaban sus cuernos de caza.

El descenso comenzó de manera torpe. La hierba estaba húmeda por el rocío, y cada paso se volvía un riesgo de resbalar. Reed bajaba primero, con la mano de Parker aferrada a la suya como si el niño fuese una extensión de su brazo. Wren, detrás, trataba de seguir con firmeza, aunque cada músculo le temblaba por el esfuerzo acumulado de días de huida.

El arroyo brillaba al fondo del valle como una serpiente plateada. El agua corría rápida, golpeando las piedras y creando espuma blanca. Era la promesa de un escondite, pero también un obstáculo peligroso: si caían en él, la corriente podía arrastrarlos sin remedio.

El sonido de los perseguidores comenzó a crecer. Primero fue el eco de los cuernos, luego el rumor de voces, después los pasos fuertes que aplastaban ramas y piedras. Wren giró la cabeza un instante y los vio: figuras negras recortándose en la cima de la colina que acababan de dejar atrás. Eran más de los que Reed había calculado, quizá una docena larga.

Su corazón se aceleró.
—¡Reed! —gritó con la voz quebrada.

Él no miró atrás. Sabía lo que ella había visto.
—¡Sigue bajando! —ordenó con voz de trueno—. No te detengas.

El terreno se volvió más escarpado. Parker resbaló una vez y Reed lo levantó con un tirón seco, sin detenerse. El niño protestó entre jadeos, pero su padre lo sostuvo firme, con la fuerza de alguien que no podía permitirse la compasión de parar.

Wren sentía cómo sus botas se hundían en la tierra blanda. El aire frío le cortaba la garganta cada vez que respiraba. Pero no podía pensar en su cansancio: solo en el niño, que corría con las piernas cortas y el rostro rojo de esfuerzo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.