Como Domar a un Cobarde

Capítulo 17

El grito del de rostro huesudo resonó como un cuerno de guerra. Los hombres de Cubridge se abalanzaron con furia, sus botas golpeando la piedra, sus lanzas brillando al sol como agujas mortales.

Reed, con el bastón en alto, fue el primero en interceptarlos. El golpe descendió con la fuerza de un martillo, quebrando la rodilla del hombre que iba al frente. El chillido de dolor se mezcló con el rugido del agua cercana y el estrépito del combate.

Otro se lanzó de costado, y Reed lo recibió con un giro rápido, estampándole el extremo del bastón en el rostro. La sangre brotó en un chorro, pintando la piedra. El hombre cayó de espaldas, gimiendo.

Pero eran demasiados. Dos más lo rodearon, uno por detrás y otro de frente. Reed bloqueó el ataque delantero, pero el segundo lo sujetó por el brazo, intentando inmovilizarlo. El bastón tambaleó, y por un instante pareció que cedería.

—¡Reed! —gritó Wren.

Su voz fue suficiente. Reed giró con un esfuerzo titánico, liberándose con un codazo que hizo crujir huesos. Luego, con un rugido, lanzó un golpe en arco que barrió a ambos hombres como espigas de trigo.

Wren, mientras tanto, retrocedía con Parker entre las piedras. Su corazón golpeaba con violencia. El niño lloraba, aferrado a su cuello, preguntando entre sollozos qué estaba pasando. Ella lo acunaba, murmurando entre dientes:
—Nada, amor… nada, mi cielo…

Pero la mentira pesaba en su lengua. Lo que ocurría era todo, era el filo entre vivir o morir.

El de rostro huesudo avanzó por fin. No se apresuraba como los demás: descendía con paso seguro, la lanza lista, la sonrisa cruel tatuada en su rostro.
—Has peleado bien, Reed. Pero ya sabes cómo terminan estas historias: el padre falso cae, y la farsa se acaba.

Reed lo miró de frente, el pecho agitado, el sudor corriendo por su frente mezclado con sangre.
—No soy falso. Y no caeré solo.

El bastón volvió a alzarse.

El choque fue brutal. El de rostro huesudo lanzó una estocada rápida, buscando el costado. Reed giró apenas a tiempo, desviando la lanza con el bastón. Las chispas saltaron cuando el hierro rozó la piedra.

El enemigo presionó de nuevo, con movimientos certeros. Cada embate era un recordatorio de que no era un simple soldado: sabía luchar, sabía matar. Reed bloqueaba como podía, cada choque haciéndole vibrar los brazos hasta los huesos.

Mientras tanto, dos de los hombres restantes comenzaron a rodear por los flancos. Wren los vio, sus ojos ardiendo de miedo. Sin pensar, dejó a Parker en un rincón entre las piedras y se irguió con la roca afilada en la mano.

—¡No os acerquéis! —gritó con voz firme, temblando pero desafiante.

Los hombres rieron ante la amenaza de una mujer con una piedra. Pero cuando vieron el fuego en sus ojos, vacilaron un instante. No era un arma lo que los detenía, sino la ferocidad de una madre dispuesta a morir mordiendo.

El de rostro huesudo lanzó otra estocada. Reed la bloqueó con el bastón, pero la lanza se deslizó y le abrió un tajo en el brazo. La sangre brotó, tiñendo su ropa. Reed gruñó, tambaleando, pero no cayó.

Wren gritó al verlo herido. Reed, sin mirarla, rugió con fuerza y golpeó hacia abajo, quebrando el asta de la lanza por la mitad.

El de rostro huesudo retrocedió, sorprendido. Su sonrisa se torció en una mueca de rabia.
—Muy bien… entonces lo haré con mis propias manos.

La lucha se convirtió en un torbellino. Reed lanzaba golpes con el bastón partido, usando cada extremo como arma. El enemigo contraatacaba con puños y patadas, como bestias chocando entre sí. La piedra temblaba con cada impacto.

Y en medio de ese caos, Parker, desde su escondite, gritó con toda la fuerza de su voz infantil:
—¡Papá, no te rindas!

El grito atravesó la batalla como una flecha. Reed, herido, agotado, alzó los ojos hacia su hijo. Y esa palabra, esa simple palabra, le dio la fuerza de diez hombres.

Con un rugido, cargó de nuevo, dispuesto a todo.

El eco del grito de Parker aún flotaba en el aire cuando Reed descargó el bastón roto contra el de rostro huesudo. El golpe chocó contra su hombro, arrancándole un gruñido de dolor. El enemigo retrocedió, tambaleante, pero no cayó.

—¡Acabad con él! —bramó, con la furia deformando sus facciones.

Tres hombres se lanzaron al mismo tiempo. Reed giró sobre sí mismo, el sudor y la sangre cubriendo su rostro, y con un barrido golpeó a uno en las costillas. El sonido del hueso quebrándose resonó en las piedras. El segundo lo embistió, derribándolo contra la roca. El tercero levantó el bastón para asestar el golpe final.

Fue entonces cuando Wren gritó. Su voz atravesó el estrépito como un relámpago.
—¡No!

Con Parker aún escondido en el hueco de la roca, corrió hacia el atacante y hundió la piedra afilada en su costado. El hombre rugió de dolor, soltando el arma. Sus ojos se abrieron con incredulidad: no podía comprender cómo esa mujer, frágil a su parecer, había encontrado el valor de atacar.

—¡Aléjate de él! —gritó Wren, empujándolo con todas sus fuerzas.

El hombre cayó de rodillas, maldiciendo, y Reed aprovechó para levantarse de un salto, derribando al otro con un golpe brutal en la garganta.

Por un instante, la escena se congeló: Wren jadeando con la roca ensangrentada en la mano, Reed de pie con el bastón, y los enemigos vacilando ante esa inesperada furia.

El de rostro huesudo escupió al suelo.
—Así que la loba también muerde…

Se lanzó hacia Reed, directo, sin lanza ni bastón, solo con los puños y la rabia. El choque fue devastador: Reed recibió el impacto en el pecho y ambos rodaron por el suelo, golpeándose con fuerza animal. Puños contra mandíbulas, rodillas contra costillas, un duelo más de instintos que de técnica.

La sangre corría por la frente de Reed, mezclándose con el polvo. Sus músculos gritaban de agotamiento, pero no cedía. Cada vez que caía, se levantaba de nuevo, impulsado por el recuerdo del grito de su hijo.




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