El molino se alzaba como un gigante dormido al borde del río. Sus aspas giraban lentamente, impulsadas por un viento suave, y cada crujido de la madera parecía un suspiro antiguo. A su alrededor, los campos se extendían como mantas verdes, y en la distancia se escuchaba el balido de ovejas y el ladrido de un perro guardián.
Wren detuvo el paso, respirando con dificultad. El peso de Reed sobre su hombro le adormecía el brazo, pero no lo soltó. Parker, que corría unos pasos adelante, se detuvo al notar que su madre no avanzaba.
—¿Vamos a vivir aquí? —preguntó, con los ojos brillando de ilusión.
La pregunta atravesó a Wren como una daga y una caricia a la vez. ¿Vivir? No lo sabía. Pero al menos podía soñar con detenerse unas horas sin que los persiguiera el eco de los hombres de Cubridge.
—Primero veremos si nos dejan acercarnos —respondió, acariciándole el cabello.
Un hombre salió de la casa anexa al molino. Era robusto, de barba tupida y mirada desconfiada. Llevaba un hacha al hombro, no como amenaza directa, sino como advertencia: en esos lugares, todo extraño era juzgado antes de ser aceptado.
—¿Quién anda ahí? —gritó, con voz ronca.
Reed intentó enderezarse, soltando el hombro de Wren.
—Solo viajeros —respondió, con esfuerzo—. Buscamos agua… y quizá un lugar donde descansar un poco.
El hombre los observó en silencio, sus ojos recorriendo la figura herida de Reed, la expresión tensa de Wren, y el niño que los miraba con inocencia. El silencio se prolongó, pesado, hasta que una voz femenina rompió la distancia.
—¡Déjalos acercar, Bronn! —se oyó desde la puerta de la casa.
Una mujer salió, de rostro curtido por el sol y las manos manchadas de harina. Sus ojos, sin embargo, tenían un brillo cálido. Se secó las manos en el delantal y caminó hasta la valla que separaba el camino del molino.
—Parecéis más cansados que peligrosos —dijo, con tono práctico—. Venid, que el agua del río no se le niega a nadie, y un poco de pan tampoco.
Wren exhaló aliviada, aunque no bajó la guardia. Reed inclinó apenas la cabeza en señal de gratitud.
Al cruzar la valla, Parker corrió de inmediato hacia el perro que ladraba, riendo cuando el animal movió la cola. La mujer sonrió, y hasta Bronn, aunque aún sujetaba el hacha, relajó un poco la postura.
—¿De dónde venís? —preguntó él, con tono seco.
—De más al sur —respondió Reed, evitando detalles—. Solo buscamos pasar la noche.
El hombre lo miró de arriba abajo, notando las vendas improvisadas y las manchas de sangre.
—Parece que habéis encontrado más que caminos.
Wren se adelantó, interponiéndose.
—No traemos problemas. Solo pedimos un rincón donde mi hijo pueda dormir sin frío.
Hubo un instante de silencio. La mujer posó su mano sobre el brazo de Bronn, y él finalmente asintió.
—Una noche. Nada más.
Entraron al molino. El olor a pan recién horneado y a trigo molido llenaba el aire. Parker se maravilló con el sonido de las aspas y con el polvo dorado que parecía flotar en la luz que entraba por las rendijas.
Wren ayudó a Reed a sentarse en un banco junto al fuego. La mujer le trajo una jarra de agua y un pedazo de pan duro, que Reed aceptó con un agradecimiento silencioso.
—No preguntaré vuestros nombres si no queréis decirlos —dijo ella—. Pero recordad que aquí vivimos de paz. No toleraremos que el pasado de otros manche nuestras paredes.
Wren la miró con firmeza.
—Lo único que traemos es cansancio. Y lo único que queremos es un lugar donde respirar.
La mujer asintió, y en ese gesto había algo más que tolerancia: había comprensión.
La noche anterior aún ardía en la memoria de los tres, pero en aquel molino había, al menos, una tregua. Una tregua breve, frágil, pero suficiente para recobrar aliento.
Reed se recostó en el banco, cerrando los ojos un instante. Parker se quedó fascinado mirando el girar de las aspas, como si cada vuelta fuera promesa de un futuro que apenas empezaba a dibujarse.
Y Wren, con las manos entrelazadas, pensó que tal vez, solo tal vez, habían dado el primer paso hacia esas ventanas grandes que Parker soñaba.
El calor del fuego en el molino contrastaba con el frío que habían dejado atrás. Parker, sentado en el suelo junto al perro, reía mientras el animal lo lamía y revolcaba en la paja. Ese sonido infantil llenaba el espacio con una luz distinta, un respiro que casi parecía normalidad.
Pero sobre la mesa, la tensión hervía como agua en caldera. Bronn, con el hacha aún al alcance, los observaba sin disimulo. Su mirada iba de Reed a Wren, y de Wren a las vendas manchadas de sangre. Cada silencio suyo era más punzante que cualquier palabra.
Finalmente, habló:
—Esas heridas no son de camino ni de trabajo. Huelen a pelea.
Wren sostuvo la mirada, endureciendo el gesto.
—Lo que importa es que no trajimos esa pelea hasta vuestra puerta.
Bronn golpeó con los nudillos sobre la mesa, haciendo vibrar la jarra de agua.
—Una pelea siempre deja rastro. Y el rastro atrae a los perros.
La mujer, que hasta entonces había permanecido en silencio mientras amasaba pan, se volvió hacia su marido.
—Bronn, basta. No son enemigos. Míralos bien: él apenas se sostiene en pie, y ella lo arrastra con un niño a cuestas. ¿Te parece un ejército?
El hombre frunció el ceño, pero no replicó. Su silencio era un permiso a medias.
Reed, hasta entonces callado, se incorporó con esfuerzo, apoyando las manos sobre la mesa.
—No os mentiré. Es cierto: hubo pelea. Y es cierto que me buscan. Pero no soy un criminal de sangre, ni un ladrón de camino.
Bronn entrecerró los ojos.
—¿Entonces qué eres?
Reed respiró hondo. Sus palabras salieron lentas, cargadas de cansancio.
—Un hombre que perdió demasiado y que ahora solo intenta recuperar un lugar en el mundo.
El molino quedó en silencio. Incluso el perro dejó de ladrar, como si entendiera el peso de aquella confesión.
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Editado: 23.09.2025