Como Domar a un Cobarde

Capítulo 20

El eco de los gritos aún flotaba en el aire cuando la multitud comenzó a dispersarse. No fue de golpe, sino como una marejada que poco a poco retrocede tras embestir la costa. Algunos se marchaban murmurando oraciones, otros arrastraban los pies con la vergüenza en los hombros, y no faltaban los que se giraban una y otra vez hacia el molino, como si esperaran verlo arder finalmente.

El humo de las antorchas, aunque no había alcanzado la madera, se quedaba en las ropas, en los cabellos, en la piel. Olía a miedo, a ira y a pan quemado. Bronn cerró las puertas del molino con un golpe seco, y el eco resonó como un suspiro de alivio mezclado con amenaza.

Dentro, el silencio era espeso. Reed cayó sobre una silla de madera, agotado. Su respiración era entrecortada, y la venda en su brazo volvía a teñirse de rojo. El sudor le pegaba el cabello a la frente, pero sus ojos seguían fijos en la puerta cerrada, como si aún esperara verla abrirse de un golpe.

Wren permanecía de pie, con Parker en brazos. El niño tenía los párpados pesados de tanto llorar, y se aferraba a ella como si el mundo entero pudiese caer y él no soltaría su vestido. La mujer acariciaba su cabello con una ternura automática, aunque en su propio pecho ardía un fuego de rabia y cansancio.

Hilda colocó un jarro de agua sobre la mesa, con manos temblorosas.
—No debería haberse llegado a esto —dijo en voz baja—. El padre Lucian no soltará el hueso tan fácilmente. Hoy no vencimos, solo aplazamos su condena.

Bronn se cruzó de brazos, la sombra de su figura proyectándose contra la pared por la luz de la lámpara.
—Hoy vencimos porque el molino sigue en pie. —Golpeó el suelo con la bota, como reafirmando su frase—. Y mientras yo respire, no permitiré que lo quemen.

Reed levantó la mirada, sus labios secos apenas moviéndose.
—No era el molino lo que querían quemar… era a nosotros.

Wren lo observó con dureza, pero en sus ojos brillaba un destello de miedo que no se atrevía a admitir en palabras.
—Pues que lo intenten otra vez —susurró—. Yo no pienso entregar a Parker a sus lenguas ni a su fuego.

La fuerza en su voz contrastaba con el temblor de sus manos, que no dejaban de acariciar al niño.

El perro se acercó y se acurrucó junto a Parker, como si también entendiera la necesidad de resguardar al más pequeño. El niño, aún medio dormido, murmuró entre sueños:
—Papá… no dejes que me quiten mi arco.

Las palabras golpearon a todos como un eco inesperado. Reed se inclinó hacia él, tocándole el cabello con la mano temblorosa.
—Nadie te lo quitará, Parker —prometió con un hilo de voz—. Nadie.

El molino crujía con cada ráfaga de viento, como si él mismo respirara tras la tensión vivida. Afuera, la plaza recuperaba poco a poco su rutina, pero el murmullo lejano de los vecinos seguía llegando hasta sus paredes. El pueblo entero había presenciado lo ocurrido; nada sería igual al amanecer siguiente.

Hilda rompió el silencio una vez más.
—Os quedaréis aquí esta noche. No hay vuelta atrás, y si salís ahora, no sabéis qué manos esperan en la oscuridad.

Bronn asintió, aunque su ceño seguía fruncido.
—Pero mañana deberéis decidir. No podéis vivir eternamente bajo este techo. La sombra de Lucian es larga, y sus fieles aún lo escuchan.

Wren se acercó a la mesa, con Parker dormido en sus brazos. Lo acomodó en un jergón improvisado junto a la pared, arropándolo con la manta que Hilda le alcanzó. Después se quedó un instante observando su respiración tranquila, tan ajena al tumulto que había estado a punto de devorarlos.

Finalmente, se volvió hacia Reed. Su mirada era un torbellino: reproche, dolor, orgullo, y una pizca de esa ternura que tanto se empeñaba en negar.
—Hoy no nos vencieron —dijo, apenas audible—. Pero mañana… mañana tendremos que estar más fuertes que nunca.

Reed sostuvo su mirada y asintió. No había palabras para responder, solo el peso de la promesa que ya había hecho con su cuerpo y con su voz frente al pueblo entero.

La noche avanzó lentamente. Afuera, los grillos retomaron su canto, indiferentes al drama humano. Dentro, las sombras se alargaban por las paredes del molino, como si las brasas de la confrontación aún ardieran en silencio.

La primera parte del último capítulo de su historia no era una victoria ni una derrota. Era un intermedio de cansancio, una pausa en la que todos comprendían lo mismo: que las brasas seguían vivas, y que cualquiera podía soplarlas de nuevo al amanecer.

La tarde cayó sobre Cubridge con un cielo gris, como si el sol mismo dudara en alumbrar un pueblo dividido. Lo que había ocurrido en el molino corría de boca en boca: en las casas, en los corrales, en las esquinas. Cada lengua repetía los hechos a su manera, adornándolos con exageraciones o quitándoles detalles incómodos.

En la taberna, el ambiente estaba tan cargado de humo como de rumores. Las jarras de cerveza golpeaban las mesas con furia, y los hombres discutían como si forjaran hierro con las palabras.

—¡Lo vi yo mismo! —exclamaba el carnicero, agitando un hueso a modo de bastón—. Ese hombre se plantó delante de todos y pidió que el fuego se encendiera en su pecho. Eso no lo hace un padre, lo hace un farsante que sabe actuar.

El herrero golpeó la mesa con el puño, haciendo temblar las jarras.
—¡Calla, sanguijuela! Nadie mira a un niño como él lo miró si no lo siente de verdad. Ese hombre puede haber errado, sí, pero tiene corazón. Y yo digo que quien tiene corazón merece al menos una segunda oportunidad.

El murmullo creció. Algunos aplaudieron al herrero, otros abuchearon. Un mozo ebrio desde el rincón gritó:
—¡Pues si es farsante, que siga fingiendo! ¡Hace años que no veo a la plaza tan viva!

Las risas estallaron, ahogando por un instante la tensión. Pero no tardó en volver el estrépito de opiniones encontradas. La taberna ya no era solo un lugar de bebida: era el nuevo campo de batalla.




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