Katherine
Edward era como un grano en la retaguardia. Se la vivía pegado a mí hasta el punto de resultar sofocante. No me agradaba la idea de que rondara los lugares que suelo frecuentar, pero de igual forma, reconocía que era mi obligación como su guía, estar al pendiente de él. Aunque eso me costara mí amada privacidad. Sin embargo era su actitud tan arrogante de “la gente nació para servirme” lo que no ayudaba en nada a la situación.
Ese día quedamos de encontrarnos en un parque de diversiones. Había estado tirando indirectas delante del profesor lo aburrido que estaba sin amigos en esa ciudad y lo mucho que daría porque yo lo sacara a pasear más seguido; por lo que no le quedó más remedio que regañarme por mi falta de atención a Edward y sugerirnos visitar la montaña rusa de este lugar. No tuve más opción que morderme la lengua y aceptar. Negué con la cabeza resignada después de que pasó más de treinta minutos de la hora acordada, sabiendo que él no llegaría a nuestro encuentro. Supuse que le habían surgido planes mejores, sin embargo, no pude evitar sentirme enojada, si no iba a asistir, mínimo pude haberme avisado con antelación o mandarme un mensaje. Suspiré.
Cuando me disponía a marcharme, alguien me jaloneó del brazo y acabé chocando contra un pecho muy duro. Alcé la vista confundida.
—¿A dónde crees que te diriges preciosa?—preguntó Edward mientras intentaba recuperar el aliento—. Yo no te di permiso de moverte de aquí.
Al examinarlo con detenimiento, noté que estaba completamente empapado de sudor y parecía venir de correr un maratón de quince kilómetros. No obstante, descarté esa idea al reparar de nuevo en su ropa, ya que vestía un traje muy fino, que seguramente costaba más que mi casa. Le arrebaté mi brazo y volteé a verlo con fiereza, aunque me desagradaba sacar mi lado agresivo todo el tiempo; en ocasiones tenía que recurrir a medidas extremas y mantener a línea a los pesados como él.
—Pues me iba—dije como si fuese lo más obvio del mundo—. ¿Qué eres ciego? pensé que no llegarías.
Intenté soltarlo despectivamente, restándole la mayor importancia. Este apretó notoriamente su rostro, como si hubiera recordado algo molesto.
—No lo hice a propósito—me miró secamente y sentí lo mucho que me caló su tono.
—No es de mi incumbencia—me encogí de hombros y Edward nada más resolló aparentando que le causaba cansancio, vaya imbécil. Si era él quien casi me deja plantada.
—Aquí estoy, por si no lo has notado ya llegué, así que no te vayas—alcé una ceja y puse mis manos a mis costados, queriendo dar a entender que era lo que ganaba yo con todo esto—. Por favor.
Sufrí un momentáneo colapso interno, ya que me tomó desprevenida que me lo pidiera de esa manera tan amena. Por lo menos, el consentido tenía buenos modales. Asentí brevemente y bajé la vista. Era débil a eso.
—Está bien, de todas formas ya estoy acá.
De repente, sin darme oportunidad de prepararme, soltó una sonrisa deslumbrante, y sus ojos se achicaron destacando las comisuras que se formaban alrededor de ellos, totalmente tierno. Me cogió de la mano y me arrastró deprisa hasta la taquilla. Se veía muy emocionado y me invadió un sentimiento de añoranza y tristeza, tal vez hacía muchos años que no venía, justo como yo. Pese a que adoraba con toda mi alma esos sitios, no tuve el dinero suficiente en ese tiempo para costearme aunque fuera la entrada.
Una botella de agua fría golpeó mi frente, lo que me sacó de mi ensoñación.
—Un dólar por tus pensamientos—soltó con un aire de torero español, y no evité reír.
—Que frase más trillada, busca algo mejor si deseas sorprenderme.
—Vamos, sabes que por más cliché que sea, en absoluto está fuera de lugar.
Lo estudié con mi típica mirada inquisitiva, la única de Katherine. Entendía que no debía fiarme de un tipo como el, sobre todo por su cara, personalidad, sonrisa, estatus social, y toda su persona en general. Ya que estas no hacían más que confirmar mis sospechas, era la viva imagen de Jonathan Parker cuando lo conocí en secundaria. Obviamente no el chico con el que ahora compartía habitación, si no aquel juguetón y tierno joven, el cual disfrutaba la vida y era querido por las personas que lo rodeaban aunque a veces fuera demasiado ególatra para su propio bien. Me estremecí de miedo, Jonathan fue el golpe más duro que he tenido que superar. Cuando me terminó, lloré por meses y me deprimí al grado de no abandonar ni mi habitación en todo ese lapso de tiempo. Esos recuerdos eran ahora como un mal sabor de boca, comparándose con comer excremento, o tragarte el perfume cuando apenas alguien se lo está rociando. Sin embargo, nuestro rompimiento no fue lo peor que me pasó. El momento crucial en el que mi corazón se deformó, sucedió el día en que me reencontré con Jonathan, un mes después de que me dejó.
Él se encontraba sentado en una banca del centro comercial, contemplando una de las tiendas. Aún recuerdo que mis ojos se iluminaron esperanzados, aguardando por correr hasta Jonathan, y profesarle que lo amaba y que me iba a esforzar mucho más que antes para volver a ser como éramos. Pero en aquel entonces aun creía en la gente y sumándole que era una niña insensata, no sabía lo que me esperaba. Precisamente cuando recorrí la mitad del trayecto hacia él, una bellísima rubia, a la que jamás podré olvidar, llegó junto a él, embarrándose en su cuerpo. Quise creer que era una solo de sus amigas o compañeras, intenté engañarme de mil maneras porque no estaba preparada para la verdad. Pero fue imposible seguir con esa farsa. Él ya tenía a otra. Experimenté un dolor inmenso, como el de unas dagas atravesando mi corazón y mi garganta impidiéndome respirar o articular palabra alguna, al ver cómo Jonathan le sonreía. Este jamás me vio de esa manera ni me hizo una expresión tan sincera, fue realmente desilusionante, mi corazón se fragmentó en mil pedazos, y cuando creí que no habría algo más horrible, presencié como se abrazaban con ternura. Se fundían en una ferviente presión de cuerpos, donde compartían una sola aura, creada por ellos. Y fue ahí donde supe que yo no encajaba más.
Editado: 07.12.2020