En la pantalla de la computadora, Don Aristóteles intentaba distinguir el par de figuras borrosas de la imagen que había abierto. Parpadeó un par de veces para luego frotarse los cansados ojos, intentando distinguir mejor la fotografía que su hijo mayor había subido en Facebook.
Sin los lentes, Aristóteles no veía más que un par de figuras indistinguibles rodeadas de verdor —una de ellas con una muy prominente barriga—. Sabía que una de estas era su hijo mayor, mas debido a la falta de lentes y el aparente exceso de volumen de ambas, le era imposible distinguir cuál de las dos era su hijo Ricardo.
Su ceño se frunció profundamente, acentuando las arrugas de su rostro. Tenía que recordar decirle a Ricardo la próxima vez que hablase con él que dejase de tragar tanto. Después de todo, su hijo debía tener presente que la genética no le favorecía. Y prueba de ello eran las notorias entradas que tanto Ricardo como él mismo habían desarrollado a temprana edad.
A esas alturas de su vida debería agradecer no estar completamente calvo. Aún recordaba las reuniones de su familia donde las calvas cabezas de sus tíos y primos brillaban como bolas de billar.
Se estremeció ante aquel recuerdo y se tocó el cabello cano. Aparte de las prominentes entradas y la fragilidad suponía que no estaba tan mal. O al menos, eso esperaba. A sus años no estaba para caer en una crisis por la desgracia de la calvicie.
En un último intento de ver la imagen regresó su atención a la fotografía. Entrecerró los ojos y su vista lagrimeó por el esfuerzo. Se frotó los ojos frustrado para luego inquirir a su alrededor.
En la pequeña sala, en su habitación, en el baño... ¿Dónde había dejado sus lentes?
Pensativo se tocó la afilada barbilla y al hacerlo, rozó un objeto que yacía colgado alrededor de su cuello. Gruñendo, alzó aquella cosa ante sus ojos para darse cuenta de que se trataba de sus lentes.
Maldijo su memoria, resopló y se los colocó, viendo por fin la fotografía. En esta el rostro de su hijo se mostraba sonriente y su propia barriga se confundía con la de su esposa. Si Ricardo no fuese un hombre con una prominente barba juraba que le sería imposible distinguir quién era el que estaba embarazado cuando incluso de esa manera Ricardo parecía una especie de mujer barbuda en estado.
Movió el mouse para salir de la fotografía y revisar algunos mensajes, entre estos uno de su hijo que le avisaba que la próxima semana vendría a visitarle para saber cómo estaba.
Un gesto de disgusto cruzó su rostro. Aunque le agradaba ver a su hijo, conocía la verdadera razón tras su visita: intentar convencerle de que se fuese a vivir a su hogar, puesto que Ricardo le había afirmado que a su edad era peligroso que un anciano viviese solo.
¡Pero qué edad ni que nada si él tan solo tenía setenta y dos años! ¡Aún le quedaba más de la mitad de su vida por disfrutar! Él no era ningún anciano senil que necesitase cuidados. Él podía valerse muy bien por sí mismo.
Un ronroneó se escuchó a sus pies y vio a su gata Julieta, que en toda su majestuosidad de reina felina, exigía cariño. Con placer tomó a la esponjosa gata gris entre sus brazos, depositándola sobre su regazo.
—Nosotros no necesitamos a nadie, ¿no es cierto, Julieta? —dijo a su gata la cual fijó sus grandes ojos azules en él, maullando como si comprendiese las preocupaciones de su dueño.
Satisfecho por la aparente respuesta del felino, Aristóteles le dedicó un par de caricias a Julieta.
Leyó de nuevo el mensaje de su hijo y vio a su alrededor. El apartamento, aunque pequeño, estaba inmaculado. Todo se encontraba en su respectivo lugar. No había nada de lo que su hijo pudiese quejarse o contra lo cual pudiese argumentar la supuesta "incapacidad de velar por sí mismo" debido a su vejez.
No había ninguna razón para que le sacaran de allí. La única manera de que lo hicieran sería con los pies por delante. Y cuando muriese seguiría siendo un viejo tan terco como para permanecer en espíritu dentro de ese apartamento espantando a cualquier posible inquilino. Aquel era su hogar y nadie se lo iba a quitar. Sin embargo, sabía que había una sola cosa que no era perfecta: el cajón de sus medicinas.
Tenía medicamentos cuya compra había pospuesto por la molestia de atravesar los diez pisos del edificio cuando el ascensor estaba dañado. Bajar no era tan problemático, pero cuando subía sus rodillas sufrían.
Debía resolver eso. No quería a su hijo en crisis ante la supuesta posibilidad de que él sufriese un infarto por no contar con sus medicamentos. Infarto era el que le iba a dar a Ricardo si seguía comiendo y engordando de aquella manera.
—Bueno, Julieta —dijo a la gata quien fijó su mirada en él—. Hora de ir de compras. Sé una buena niña y cuida la casa mientras no estoy —ordenó palmeando la cabeza de Julieta un par de veces, haciendo que esta ronronease de placer.
Aristóteles sonrió ligeramente para luego dar una última mirada a la conversación de su hijo antes de cerrarla. Que Ricardo viniese cuando quisiese. Él estaría preparado.
Jadeando y aferrándose a las paredes, Aristóteles suspiró aliviado cuando finalmente llegó al décimo piso, aunque sus rodillas protestaban. No solo había subido los diez pisos, sino que contaba además la Planta Baja y Mezzanina. Y todo por culpa del jodido ascensor que supuestamente seguía dañado, ya que Aristóteles sabía muy bien que no era así. Y es que resultaba mucha coincidencia que el ascensor se dañara de forma casi mensual cuando tocaba cobrar y surgían inquilinos morosos.