Como perros y gatos

Capítulo II Un niño grosero que quizá no es tan malo

La intensidad con la cual era tocada la puerta del apartamento de Don Aristóteles significaba que algo urgente ocurría. Pero para Aristóteles, aquella fuerte insistencia resultaba molesta.

Con gesto de desagrado, contempló el arroz que había estado cocinando para luego suspirar e ir en dirección a la puerta. Y al abrirla se encontró con la conserje.

—¡Pero es que me va a tumbar la puerta, señora Isabel! —se quejó Aristóteles.

—¡Las puertas y todo el edificio es lo que me va a tumbar su condenada gata junto con ese perro! —dijo la señora Isabel tan alto que de seguro los vecinos de todo el piso y del edificio de al lado también la escucharon.

—¿Julieta? ¿Cómo que mi Julieta está jugando con ese perro? —preguntó más preocupado por la seguridad de su gata al rememorar aquel bicho feo propiedad de su nuevo vecino, que por la estabilidad del edificio.

—Su gata —dijo la señora Isabel entre dientes, ignorando la preocupación de Aristóteles—, vive provocando al perro del señor Enrique.

—Ah, es que ahora mi Julieta es la que provoca a ese bicho —comentó con ironía.

—Su gata —repitió exasperada la señora Isabel—, ha arañado las puertas de los apartamentos, tumbado las matas de la recepción y se ha guindado en las piernas de cada vecino, mientras corre como si fuera un mono.

»Don Aristóteles —La señora Isabel tomó aire como si se estuviese quedando sin aire, lo que no era de extrañar con tantas quejas—, ya le he dejado pasar muchas cosas por su amargura, porque sé que después de todo, a su edad hay cosas que comienzan a fallar. Cuando mi madre llegó a esos años no andaba muy bien de la cabeza, pero igual la queríamos y no la abandonamos como lo hicieron con usted —Aristóteles profirió un «eh» indignado a punto de replicar, pero la conserje siguió hablando—: Ay, qué cosa me da. Ya entiendo por qué está tan amargado.

—¡Yo no estoy amargado ni nadie me ha abandonado! —gritó Aristóteles furioso por todas aquellas tonterías.

—Sí, sí, como diga —dijo como si Aristóteles fuese un viejito terco, uno de esos que tenían problemas y ya no sabían lo que decían o hacían, acrecentando la ira del anciano—. Pero a pesar de que me dé pena con usted, le pido, por favor, que se ocupe de su gata porque los vecinos ya se andan quejando. Y no se sulfure tanto, que Doña Julia me dijo que justo el otro día le iba dando un patatús en la escalera. No quiero que se nos muera aquí. Porque por cómo está todo, primero le terminamos montando una tumba aquí antes que vengan a recogerle, y luego es a mí a quien le toca limpiar todo el desastre —comentó con pena hacia sí misma.

Sin embargo, Aristóteles no podía sentir pena por la señora Isabel. Estaba hastiado de todas las tonterías que dijo. Y la señora Julia... ¡Que patatús ni que nada! ¡Patatús era el que él quisiera que le diese a la señora Julia por hablar cosas que no eran ciertas!

Aristóteles abrió la boca dispuesto a dejar salir toda su molestia contra la señora Isabel cuando esta comenzó a olisquear el aire como si fuese un perro, como un perro muy feo y arrugado, pero como un perro, al fin y al cabo. Y Aristóteles frunció el ceño confundido.

—Don Aristóteles, como que se le está quemando algo —comentó la señora Isabel acercando su cabeza hacia el interior del apartamento de Aristóteles.

—¿Uh? —Aristóteles parpadeó, oliendo el aire de igual manera y en seguida su expresión se transformó en una de alarma—. ¡El arroz! —exclamó al recordar lo que había dejado en la estufa, cerrando de golpe la puerta en la cara de la conserje sin importarle las quejas de esta.

Corrió a la cocina y apagó presuroso la olla del arroz, la cual se encontraba totalmente humeante. Mascullando improperios entre dientes, abrió la tapa para contemplar el arroz que se suponía debía ser blanco, de un tono negruzco y repulsivo, mientras el hedor a quemado inundaba sus fosas nasales.

El rostro de Aristóteles se crispó y tapó el arroz con un fuerte sonido. Allí iba el arroz del almuerzo. Aunque en esos momentos el almuerzo era lo menos que le importaba. La conversación con la señora Isabel le había quitado el apetito. Y además tenía un problema más importante que resolver: el feo animal propiedad de su vecino y su acoso a su querida Julieta.

Con expresión firme y pétrea, y erguido como un viejo soldado dispuesto a enfrentarse a un enemigo, Don Aristóteles se plantó ante la puerta del apartamento G-60: el hogar de un nuevo e indeseado vecino

Con expresión firme y pétrea, y erguido como un viejo soldado dispuesto a enfrentarse a un enemigo, Don Aristóteles se plantó ante la puerta del apartamento G-60: el hogar de un nuevo e indeseado vecino.

Tenía la intención de reclamarle al viejo grosero acerca de su perro y de toda la destrucción de la que se culpaba a su pobre Julieta debido a aquel miserable animal.

Tocó con fuerza un par de veces y esperó la aparición del elemento indeseado. Y tras un par de minutos su vecino abrió la puerta, y al hacerlo Aristóteles entrecerró los ojos ante la apariencia de su vecino. Con solo una camiseta, el señor Enrique se mostraba de una manera que Aristóteles no consideraba adecuada para abrir la puerta ni recibir a nadie en un edificio respetable. Además de que, el buen estado de aquel físico a pesar de la edad, le hizo tornarse un tanto resentido a la vez que metía disimuladamente un ápice de su barriga.

No era justo que aquel viejo tuviese aquel cuerpo mientras que él a pesar de cuidar su alimentación, siguiese luchando contra la incipiente barriga que desgraciadamente le veía por genética. ¡Y de paso aquel hombre ni siquiera tenía entradas o algún indicio de calvicie!



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En el texto hay: comedia, lgbt

Editado: 07.01.2024

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