Envuelto en el fuerte abrazo de su hijo, uno que parecía más el agarre de un corpulento oso que el de un hombre, Don Aristóteles profirió un sonido estrangulado. Asfixiado, intentó alejarse como si fuese una especie de gato arisco, y tras insoportables minutos de la intensa efusividad de su hijo mayor, finalmente lo consiguió
—Papá, no sabes cuánto me alegra verte —dijo por incontable vez Ricardo, buscando abrazar otra vez a su padre, quien interpuso una mano para evitarlo.
Su acción causó que Ricardo que se encontraba de pie frente a la entrada del apartamento de Aristóteles, le dedicara una mirada dolida ante la cual Aristóteles se negó a ceder. Hacía años que los ojos de cachorro habían dejado de funcionar en él. Especialmente cuando dicho «cachorro» parecía más un oso con exceso de grasa acumulada para un posible invierno.
Con firmeza en su postura de no ceder, Aristóteles miró de reojo a Julieta, la cual se hallaba sentada cerca de ellos, moviendo su esponjosa cola y le miraba de una manera que parecía compadecerle. Ahora sabía cómo se sentía la pobre Julieta cada vez que caía en los brazos de la tía Dolores.
—Papá, coño, hace casi un año no te veo ¿y vas a tratarme así? —se quejó Ricardo.
—¿Y cómo quieres que te trate, si pareciera que quieres partirme los huesos? —refunfuñó haciendo que Ricardo terminase de entrar al apartamento, dando una fugaz mirada al pasillo por si la señora Julia estaba por allí. No quería muestras de su incansable lengua.
La última vez que un desconocido estuvo en el apartamento de Aristóteles, la señora Julia vio a una mujer con un par de niños y días después, todos en el edificio comentaban acerca del gusto de Aristóteles por las mujeres jóvenes y los supuestos niños que había abandonado. Niños que apostaban que ni siquiera eran de él, puesto que, a esa edad, según lo que decían, no era como que si alguien como él tuviese mucha «carga para disparar».
Aristóteles no quería recordar aquel incidente. Sobre todo, cuando aquella «joven mujer desconocida» se trataba de su sobrina y sus dos hijos. La indignación le hacía querer rememorar cosas tan desagradables.
—Veo que la casa está mejor que la vez pasada. ¿Esos muebles son nuevos? —comentó Ricardo al entrar y reparando en los oscuros muebles de la sala.
—No del todo. Tu madre me los envió. Ella y su marido estaban remodelando y cambiando algunas vainas, así que me preguntó si no me interesaban antes de que los botara.
Aunque hacía años se había separado de Elba, la madre de Ricardo y Javier, su relación en la actualidad no era mala. Aristóteles había cometido errores, mas los años dejaron atrás los rencores, y él seguía apreciando a Elba como quien fue su compañera y era la madre de sus dos hijos.
—Ah, me alegra que sigas hablando con ella —dijo Ricardo acomodando las maletas en un mueble y cargando a Julieta que rodeó sus pies clamando por atención.
—Sí, de vez en cuando lo hago. A diferencia de con tu hermano. Él hace mucho dejó de responder mis mensajes y yo no pienso seguir jalándole bola —dijo con un ápice de pena que intentó disipar.
A pesar de que Elba le hubiese perdonado por durante más de quince años haber sido incapaz de decirle la verdad acerca de su verdadera orientación sexual, aterrado por el perder a sus hijos y el qué dirán, Javier en cambio nunca lo hizo. Y luego de más de veinte años después aún no lo hacía. Pero Aristóteles ya no iba a rogarle. Podía pedir perdón por las mentiras y el sufrimiento causado, mas por lo que era, lo cual era el verdadero problema de su hijo, no lo haría cuando había costado muchos años comprender y aceptar este punto.
—Javier es terco y rencoroso. Por algo se parece a ti —dijo Ricardo ganándose una mirada exasperada de parte de Aristóteles—. Pero en algún momento lo entenderá. La última vez que le vi estaba con su esposa e hija, aunque estaba algo gordo.
—Pues no creo que tengas moral para criticar a tu hermano en eso.
—¿Qué quieres decir?
—¿De verdad quieres que te lo diga? ¿Tu mujer sigue con eso de usar halagos en lugar de decirte la realidad para supuestamente estimularte, como si con decir palabras bonitas fueses a entender algo?
—Papá, no te metas con Gabriela que al menos ella sí me apoya. No como tú, que una vez te mostré un dibujo cuando era niño y me dijiste que era la rata más fea que habías visto en tu vida. Y no una rata, ¡era un gato!
—Lo hice por tu bien. Yo quería prepararte para la crueldad del mundo.
—Ahora recuerdo por qué tuve miedo de dibujar hasta casi los siete años.
—Bah, no seas tan quejón. Que yo sí digo la verdad. A diferencia de tu mujer. Por eso estás así. Ya me parecías un oso, pero ahora que lo pienso bien, me recuerdas a ese feo chihuahua de tu tía Nilvia. Ese que estaba tan gordo que ni siquiera podía subir un escalón para ir a cagar en el terreno de atrás de la casa. Si sigues así, tu mujer es la que va a tener que ayudarte a ir al baño.
—Por Dios, papá. Vengo porque me preocupo por ti y ya pareciera que quisieras que me fuera.
—No lo estoy diciendo yo, pero ya que lo mencionas... —Aristóteles arrastró las palabras haciendo un ademán hacia la puerta.
No era que no quisiese a su hijo. Por supuesto que lo hacía. Solo que su dramatismo ya le estaba hastiando. Entre esto y lo que consideraba una excesiva preocupación por su salud, Aristóteles llegaba a sentirse agobiado.
—Pues no me voy a ir —dijo Ricardo con repentina firmeza, dejando a Julieta sobre el suelo quien se tornó malhumorada ante el abandono—. Vine porque me preocupo por ti. Eres mi padre después de todo. Así que aquí me voy a quedar.
—¿Mucho tiempo? No vaya a ser que te nazca el muchacho y tú estés aquí sin necesidad.
—No me voy a ir, papá. Además, el niño no va a nacer todavía.
—Eso decía tu madre cuando estaba embarazada de ti y tenía siete meses. Y entonces, una noche nos hizo correr de casa del compadre Martín en medio de una parrillada, por toda Cagua a buscar una clínica en una zona en donde en ese momento, conseguir un médico a esas horas estaba arrecho.