Como perros y gatos

Capítulo IV Un vecino con dotes para la política

Recostado en su cama de hospital y bajo la mirada afligida de su hijo, Don Aristóteles comenzaba a sentirse como una especie de moribundo. Aunque esto no era porque sintiese dolor producto del infarto que había sufrido o estuviese a punto de morir. ¡No! ¡Nada de eso! La razón por la cual se sentía así era porque Ricardo no dejaba de poner esos condenados ojos como si él estuviese a punto de partir al otro lado, y tomaba mano ocasionalmente, mientras le suplicaba por lo más sagrado que no siguiera hacia la luz ni a la luz de las trompetas celestiales. ¡Qué luz, ni qué trompetas, ni qué nada! La luz era la que le estaba tapando su voluminoso hijo que se inclinaba hacia él en un ruego para que no muriese. ¡Muerto iba a estar otro si no dejaba de fastidiarle!

Aristóteles definitivamente ya no soportaba nada de aquella situación.

Ofuscado, se liberó del agarre de la fuerte mano de su hijo e intentó levantarse para irse del hospital. No quería seguir en aquel lugar ni un día más. Él ya estaba bien y necesitaba marcharse. Quería ir a su casa. Y si en todo caso le llegaba a dar algo más y se terminaba muriendo, sería en su hogar. Sin embargo, Ricardo no lo veía de la misma manera. Y la forma de asirle por sus hombros para obligarle a regresar a la cama se lo reafirmó.

—Coño, papá, ¿pero a dónde vas? —se quejó su hijo forcejeando con Aristóteles por mantenerle sobre la cama de hospital.

—¿A dónde crees que voy? Me voy a mi casa —dijo Aristóteles claramente malhumorado.

—Tú no vas a ir a ningún lado. Sufriste un infarto. Es mejor que te quedes quieto. Por favor, papá, no seas terco.

—Si estoy vivo eso quiere decir que me puedo regresar a mi casa. Así que quítate y déjame ir. ¡Esto es maltrato contra la tercera edad!

—¡Qué maltrato ni que nada! Tú no puedes irte aún. Hazme caso y hazle caso al doctor.

—Bah, ese tipo solo quiere que me quede aquí para chupar al seguro. Yo me largo.

—Tú no te vas a ningún lado —repitió Ricardo con firmeza, alzándose en toda la altura que sus casi dos metros le otorgaban y mirando a su padre como si este fuese un chiquillo—. Papá, tú te vas a quedar aquí. ¿O acaso quieres que llame a la enfermera Sandy?

Ante la mención de aquel nombre, Aristóteles se congeló para posteriormente estremecerse. Sandy era una de las enfermeras encargadas de ese piso. Aunque en lugar de enfermera, Don Aristóteles sospechaba que era pesista profesional, puesto que, con su contextura y fuerza, más de una vez frustró sus intentos de fuga. Los guardias de la cárcel no tenían nada que envidiarle a aquella mujer. Al contrario, tenían mucho que aprender.

Con los labios apretados, Aristóteles negó gruñendo. No quería a la enfermera pesista ni a sus manos que colocaban inyecciones destroza brazos, y en especial, destroza culos. Los dolorosos moretones en su trasero aún recordaban semejante pesadilla.

—Muy bien —dijo Ricardo satisfecho y su padre le dirigió una mirada exasperada—. Sé que no te gusta esto. A mí tampoco me gustan los hospitales, pero es lo mejor. No tienes idea de lo preocupado que estuve. No quería perderte así, papá.

La forma en la cual le miró Ricardo hizo que sintiera una punzada de culpa que disimuló.

—Ya estás grande para tanto dramatismo, Ricardo —dijo con un suspiro, viendo cómo su hijo tomaba asiento en la silla al lado de su cama—. Quieras o no, algún día me voy a morir. Todos los viejos nos morimos. Es lo natural, así que deja el drama.

La mirada de Ricardo se llenó de cierto pesar ante lo cual Aristóteles negó, mas no pudo evitar palmear suavemente el brazo de su hijo en pequeños movimientos calmantes, como hacía cuando este era un niño pequeño.

—Papá... —dijo Ricardo repentinamente dubitativo sin continuar.

—¿Uhm?

—¿Sabes quién vino a visitarte mientras estabas dormido?

—¿Quién? ¿La pelona?

—¡No juegues con eso! —dijo alarmado.

—¿Qué? Si eso fue lo que debió creer la señora Julia porque ya me enteré de que me estaba montando un novenario. Vieja loca...

—Papá, la señora Julia solo estaba preocupada por ti.

—Ajá. Será preocupada por no tener el chisme.

—Papá...

—Ya, ya... ¿Quién vino?

—Pues... Don Enrique...

—¡¿Ese viejo estuvo aquí?! —exclamó sorprendido y exasperado por partes iguales ante la idea de que el que consideraba el culpable de todo, le hubiese visitado.

Por culpa de aquel viejo, ese perro había entrado a su apartamento y perseguido a su querida Julieta. Y como consecuencia, Aristóteles terminó en el hospital con los dramas de su hijo y la enfermera pesista. ¡¿Cómo ese viejo tenía siquiera la moral para aparecerse por allí?!

Si en ese momento le tuviese en frente le gritaría unas cuantas verdades, porque un poco más y se habría quedado sin Julieta y con Ricardo prácticamente como único hijo. Y aquel no le resultaba un panorama muy esperanzador que digamos.

—Cálmate, papá. Mira que si te alteras la enfermera Sandy va a venir.

Aristóteles gruñó, sintiéndose como uno de esos niños a los que les cuentan la historia del coco para asustarles. Y vaya que funcionaba.

—¿A qué coño vino ese viejo? —preguntó por fin intentando calmarse.

—Estaba preocupado.

—Por supuesto que lo estaba —replicó con ironía.

—Vamos, no seas así, que Don Enrique estaba en verdad preocupado. Él fue quien me ayudó a llamar a la ambulancia para que vinieran a buscarte. Incluso estuvo a punto de ayudarme a sacarte si la ambulancia tardaba mucho.

—¿Y debería agradecerle cuando él fue el culpable de todo...? Un momento, ¿desde cuándo es Don Enrique en lugar del señor Enrique? ¿Mucho respetico ahora? —cuestionó con ojos entrecerrados y disgustados hacia su hijo.

—Bueno... es que Don Enrique no es tan malo. Lo del perro no fue culpa suya. Romeo es un perro algo travieso como su nieto. Y a pesar de todo, Don Enrique es un buen hombre que se sintió muy mal por todo lo ocurrido...



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En el texto hay: comedia, lgbt

Editado: 07.01.2024

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