La pequeña canasta de helado que tenía ante sí era algo que Aristóteles ya no solía permitirse mucho a su edad. Pero tras sufrir un infarto y que aquel detalle fuese de parte de su hijo, ¡cómo iba a desaprovechar la oportunidad de que el tacaño de Ricardo le estuviese dando helado gratis! Lástima que en aquellos momentos no podía permitirse del todo el disfrutar de aquel helado lleno de grasas y azúcares que sin duda resultaba un «arma mortal» para cualquier anciano. No cuando a su lado se encontraba un acompañante un tanto indeseable: Joseíto, el nieto del viejo Enrique.
Para Aristóteles no resultó muy agradable saber que Ricardo decidió sumar al chiquillo a su salida. ¿No se suponía que aquella invitación era una forma de hacer recordar a Aristóteles cuando él solía traer a un no tan corpulento Ricardo a aquella heladería del Paraíso? ¿Entonces qué hacía ese niño allí?
El anciano aún intentaba descubrir qué había salido mal en la crianza de Ricardo como para que este se ofreciera a agradecer al viejo Enrique por la supuesta preocupación por él, cuidando a semejante niño mientras Enrique realizaba algunos trámites. ¡Qué agradecimiento ni qué nada! Él no consideraba que hubiese nada por lo cual agradecer. ¿Acaso no era suficiente con que Ricardo prácticamente le obligara con su mirada de cachorro de oso pateado a intentar hacer una tregua con semejante viejo?
Al parecer para su traicionero hijo no era así. Y debido a ello terminó arrastrado hasta aquella heladería, junto a un chiquillo y a un hijo que no conocía de lealtad y que le hizo atravesar más de siete cuadras en medio de un infernal sol, con la excusa de que «caminar era bueno para la salud».
Por supuesto que caminar era bueno para la salud. Pero cuando se tenía mínimo un par de décadas menos y sentía como si con cada paso alguna de sus rodillas fuese a desprenderse y a terminar desarmado en plena calle como un muñeco roto, quizá no parecía tan buena idea. Mucho menos cuando tenía que soportar ser rostizado por el ardiente sol. ¿O es que se trataba de una venganza de parte de Ricardo por los comentarios que había dejado en sus fotos sobre su drástica subida de peso?
Comenzaba a pensar que en el fondo, Ricardo era un hijo muy rencoroso. Aunque eso no lo sacó de él. La culpa era de su madre. O al menos esto era lo que se decía a sí mismo, ignorando el hecho de que aún le guardaba rencor al mecánico de la cuadra desde hacía más de una década porque intentó cobrarle de más al arreglarle una falla en el carro que antes tenía.
Resignado a que ya no había nada qué hacer ante la indeseable compañía, suspiró profundamente sintiéndose un tanto acalorado por la reciente caminata, mientras observaba a su alrededor las pequeñas mesas que recordaban a los tiempos de una Caracas retro, y que estaban bajo un amplio techo y encerradas tras verjas metálicas que dejaban ver a la avenida.
Aunque Aristóteles no fuese un hombre sentimental contemplar aquel lugar que no había cambiado mucho en todos estos años le traía buenos recuerdos de una mejor época con su familia. Sin embargo, en aquellos momentos, sentado a un lado de un chiquillo con la antes blanca camisa de colegio manchada de helado de chocolate, y parte de la boca en no muy buen estado, el anciano comenzaba a cuestionase el poder seguir asociando aquel lugar con agradables recuerdos.
—¿No te enseñaron a comer como una persona normal? —preguntó Aristóteles con desagrado hacia el chiquillo, viendo cómo este terminaba de comer una gran barquilla e intentaba limpiarse con una servilleta ante el comentario del anciano.
El niño miró a Aristóteles con cierta molestia, aunque el anciano notó cómo las mejillas del chiquillo se arrebolaron ligeramente por vergüenza.
—Papá, cómo le vas a decir así. ¿Le estás diciendo anormal? —regañó Ricardo.
Los ojos de Aristóteles se posaron en Ricardo, quien se hallaba sentado frente a él en la pequeña mesa circular.
—¿Pero es tú lo ves muy normal? Si ya parece más animal que niño. Aunque si lo miro bien, quizá te sientas identificado porque tú eras igual de chiquito —replicó Aristóteles haciendo un ademán hacia el chiquillo, quien hizo un sonido de protesta el cual Aristóteles ignoró.
—¿Estás diciendo que yo era un niño anormal? —cuestionó Ricardo un tanto dolido por las palabras de su padre.
—Pues, para haber crecido así, pues como que algo anormal tuvo que haber. Aunque si hubo algo, eso no provino de parte de mi familia. De mi parte solo proviene la calvicie y la gordura, que por cómo están las cosas, parece que ya te están pegando.
—Ahora no tengo ninguna duda de qué le pasó a mi autoestima todos estos años —se lamentó Ricardo negando.
—Qué autoestima ni qué autoestima. Tú estabas muy bien. Por algo te paseabas en esas horribles tangas de leopardo cuando íbamos a La Guaira.
—Eh, no te metas con mis tangas estampadas que esas son las de la suerte. Mira que con esas me levanté a mi esposa.
—Porque debió confundirte con un animal. Por algo ella siempre anda recogiendo cualquier bicho perdido que se encuentra por ahí —Ricardo dejó escapar un jadeo ofendido, mas antes de que pudiese hablar, Aristóteles continuó—: Pero en lugar de quejarte, ¿por qué no haces algo productivo como ir a regresar a este niño a su casa? Si lo que te preocupaba era que se saliera mientras ese viejo de Enrique no estaba, solo tenías que dejarle frente al televisor o la computadora y cerrar con llave el apartamento. Mira que ahora por lo visto con eso basta para idiotizar a cualquier niño.
—Por Dios, cómo iba a hacer eso. ¿Tú quieres que me caiga la policía por maltrato infantil?
—Bah, como están las cosas en este país, este niño primero cumple dieciocho años antes de que hagan algo.
—¿Sabes, papá? Sinceramente me está preocupando pensar en volverte a dejar cuidando a alguno de mis hijos.
—¿Y para qué vas a dejármelos? ¿Tú me ves cara de niñera? Aunque te puedo asegurar que los cuidaría mejor que tú. ¿O recuerdas que alguna vez yo te haya causado intoxicación al alimentarte como tú hiciste con mi pobre nieta?