Con el ceño profundamente fruncido, mientras contemplaba la hirviente olla de agua sobre la estufa encendida y un impaciente Joseíto le observaba desde la mesa del comedor en espera de su almuerzo, Don Aristóteles intentaba comprender en qué momento había pasado de haber estado tomando una apacible siesta en su sillón favorito con Julieta en su regazo, a ser el cuidador de un molesto niño hambriento y su enfermo y también molesto abuelo.
Aristóteles no creía que el hecho de haber pasado horas encerrado con el viejo Enrique en el salón de fiestas y luego en el horrible ascensor, significara que ahora él tenía el título de amigo de aquel hombre y niñero de un chiquillo hiperactivo.
¿Pero entonces por qué estaba en el apartamento del viejo Enrique que se había enfermado, cuidando de un niño con el cual no tenía nada que ver?
No, él definitivamente no tendría que estar en aquel lugar. Sus días de niñera quedaron en el pasado con su querida nieta. Mas al igual que siempre, su hijo Ricardo había sido el causante de una nueva desgracia. Y es que al enterarse de que Enrique había enfermado y que era incapaz de ocuparse de Joseíto, Ricardo prácticamente obligó a su padre a hacer de buen samaritano con la excusa de que no podía ser un hombre tan cruel con el vecino que se preocupó por él cuando Aristóteles estuco en el hospital.
Pero a él no le interesaba nada de aquello. Por desgracia, negarse a Ricardo era soportar un nuevo drama. Y él ya tenía suficiente de los dramas de Ricardo que empezaban a hacerle desear suplicar por ayuda a su ex mujer para que esta llamara a su hijo, y que este fuese a joderle la vida a ella.
Sin embargo, cuando Aristóteles llegó al apartamento y vio al viejo Enrique casi «moribundo» y al demonio de su nieto volviendo patas arriba el lugar, muy en el fondo, y así jamás lo admitiera, se compadeció un poquito.
Era cierto que desde el inicio no soportó al viejo Enrique, pero Aristóteles no era un viejo bastardo sin corazón por más que muchos le creyesen así. No era un hombre con un corazón de piedra tal y como su hijo a veces solía decir, sino uno más parecido a un coco, el cual, tras el duro exterior, podía ser suave en su interior. Un pequeño y suave interior que para llegar a este había que saber cómo «golpearlo» de forma correcta.
Por aquella razón, había cedido al cuidado de Joseíto luego de que Ricardo le asegurara que él se ocuparía en cuanto regresara de sus compras. Aunque solo hasta entonces, puesto que Aristóteles tenía que hacer muchas cosas más como dormir, leer, descubrir cómo deshacerse del pequeño ratón que se había colado en su apartamento y que Julieta se negaba a cazar por considerarlo algo completamente desagradable para frustración de Aristóteles. Una gata que había mimado tanto al punto de ser inservible para dar caza a los ratones y que, en esos momentos y para su disgusto, yacía echada sobre aquel miserable perro pulgoso que Aristóteles seguía considerando un bicho feo.
—Señor..., ¿ya está la comida? —preguntó Danielito por quinta vez en menos de diez minutos con ojos suplicantes desde la mesa al otro lado de la cocina, viendo a Aristóteles como si este fuese la cosa más inútil al momento de intentar preparar algún alimento.
Aristóteles inspiró profundamente y removió la pasta y comprobó su consistencia, recordando que no era bueno insultar a los niños.
—Ya va a estar —dijo entre dientes, aliviado de que la pasta estuviese al dente y ya pudiese darle de comer al impaciente niño. Aunque en realidad, esperaba darle la olla entera. A ver si se atragantaba.
—Así dijo hace media hora —se quejó el chiquillo.
—Hace menos de cinco minutos que me preguntaste. Y ya has preguntado mil veces. ¿Y ya te lavaste las manos? Porque si no, te dejo morir de hambre —dijo mientras terminaba de colar la pasta y preparaba la salsa y la carne que tenía lista para mezclar.
—Sí, sí, lo hice —aseguró levantando las manos y enseñándolas con un mohín.
Aristóteles negó. Sirvió la comida y llevó frente al niño un plato rebosante de manera exagerada, que el niño contempló sin atreverse a comer.
—¿Qué pasa? ¿Ahora por qué no comes? —dijo Aristóteles haciendo un ademán.
—Es mucho...
—Mira, carricito, hace rato estabas jodiendo que tenías hambre, así que ahora te vas a comer todo o ya vas a ver —amenazó de una forma que hizo que Danielito comenzara a comer sin chistar, intimidado por el anciano.
Aristóteles miró al chiquillo comer y un ápice de nostalgia le invadió al recordar a sus propios hijos y las luchas que a veces debía protagonizar para que comieran. Ricardo atacaba casi todo lo que se le atravesara que pudiese tragar, pero con Javier las cosas habían sido muy diferentes. Desde el inicio, Javier siempre había sido complicado.
Apartó aquel pesaroso pensamiento. No debería pensar en un hijo que nunca volvería a hablarle. Por eso, en lugar de recordar cosas agrias, se ocupó de servir un plato de consomé que anteriormente había preparado, puesto que su labor allí aún no había terminado.
Aún le quedaba alimentar al viejo Enrique, que en el estado en el cual se encontraba, era una molestia que se negaba a comer casi como como un carajito maniático. Pero antes de que pudiese terminar lo que estaba haciendo, el timbre fue tocado.
Aristóteles se tornó un tanto extrañado. No creía que Ricardo hubiese regresado tan pronto. ¿Entonces quién podría ser?
Molesto por tener que dejar algo a medias fue hacia la puerta, Y al brillar, se encontró con la desagradable sorpresa de la visita de la señora Julia, quien parpadeó perpleja al ver a Aristóteles.
—Don Aristóteles, ¿qué hace usted aquí? —preguntó como si el ver a Aristóteles allí fuese lo más impensable del mundo.
—Lo mismo le pregunto ¿A qué vino? —dijo malhumorado, sin deseos de contar las razones por las que estaba allí a la mayor chismosa del edificio—. Pero hable —exigió ante la falta de respuesta de la mujer—, que no tengo todo el día, y a diferencia de usted, yo sí tengo cosas que hacer.