Un hombre lleno de angustia y una latente furia fue la persona en la que se convirtió Enrique desde aquella inesperada e indeseada visita que había irrumpido en su apartamento, perturbándole y amenazando lo que era más preciado para el hombre: su nieto.
En aquella situación, a Aristóteles le era imposible no sentir pena por Enrique al verle en un estado tan perturbado; con Joseíto dormido en su regazo mientras ambos se encontraban sentados en un mueble en la sala del apartamento del viejo Enrique. No había pasado mucho tiempo desde que aquella gente a la cual Aristóteles consideraba una ignorante y estúpida se marchara, y Enrique apenas había logrado calmar a su nieto quien agotado, cayó dormido. Pero el estado de aquel anciano no se había calmado en absoluto. Todo lo contrario, se veía aún más angustiado que cuando aquellas personas habían irrumpido allí y el que estuviese tomando cafeína en unas cantidades que Aristóteles tenía la certeza de que no era una buena idea para nadie, le estaba llevando al borde. Y la forma en la cual Enrique asía con manos trémulas su octava taza de café era la prueba indudable de ello.
Aristóteles nunca creyó al viejo Enrique así ni pasando por semejante situación. Pero sobre todo, nunca esperó que lo ocurrido le exasperara y afectara de la manera en que lo hizo.
Hastiado de aquella situación y siendo consciente de que su hijo Ricardo no haría nada, ya que desde hacía más de una hora estaba sentado frente a ellos con una ridícula expresión de que el mundo se iba a acabar; como cada vez que surgía una situación difícil, Aristóteles decidió intervenir.
Sin dudar, se acercó a Enrique y le arrebató la taza de café de las temblorosas manos. Enrique le miró consternado a punto de replicar, mas Aristóteles le hizo callar con un ademán.
—Cállese la boca que va a despertar al carricito —musitó Aristóteles alejando el potencial provocador de infartos de Enrique.
Enrique se tornó disgustado, pero al final se resignó, y Aristóteles alejó del hombre la taza hacia el lado más lejano de la mesa central que se encontraba en medio de la sala.
—¿Pero por qué me quita el café? Mire que si lo que quiere es una taza, puede servirse cuánto quiera. Además, en la cocina hay de esos bizcochos que tanto le gustan. Se los mandé a comprar con Danielito e iba dárselos más tarde, pero con todo esto no pudo ser —dijo con una ligera mueca, intentando estirarse hacia el café en un intento de recuperarlo ante lo cual Aristóteles le dio un manotazo a la mano de Enrique y le frunció el ceño.
—Olvídese del café y de los bizcochos. Y si le quito el café, es porque ya lleva como diez tazas y mire que aquí el único que sufre del corazón soy yo. Y no quiero que Ricardo entre en crisis por otro viejo con infarto. Así que mejor dígame qué fue todo ese escándalo con esa gente.
Al escuchar a Aristóteles, la expresión de Enrique se tornó pesarosa. Miró a su nieto en su regazo y negó.
—No quiero que Danielito escuche nada. Puede parecer dormido, pero siempre se despierta en los momentos más inoportunos, en especial, cuando uno quiere hablar algo importante. Además, es muy inteligente y los niños entienden más de lo que la gente piensa. Déjeme llevarlo a su cama primero y luego hablamos.
—No hace falta —dijo Aristóteles haciendo una seña hacia Ricardo—. Eh, Ricardo, deja esa cara que aún no estamos en un funeral. Cuando me muera sí puedes poner toda la cara de sufrimiento que quieras, pero por ahora, ¿podrías más bien llevar al conde...? —Se calló al ver cómo Enrique enarcaba una ceja ante la forma en la cual estaba a punto de llamar a su nieto—. ¿Al nieto de Enrique a su cuarto, por favor?
Ricardo parpadeó, saliendo de su ensimismamiento y vio su padre. Y acto seguido, se fijó en el dormido niño y asintió, procediendo a hacer lo que Don Aristóteles le ordenaba, cargando al pequeño con cuidado para evitar que se despertara.
Y al ver a Ricardo cargar a aquel chiquillo con suma delicadeza a pesar de su corpulencia e imponente aspecto, la mirada de Aristóteles cobró un dejo de calidez al pensar la forma en la cual Ricardo debía tratar a su propia hija. Al parecer como padre, su hijo después de todo no lo hacía tan mal.
Una vez Ricardo se llevara al niño, el semblante de Enrique se transformó en uno pétreo, aunque un ápice de turbación aún era notable en este cuando intentó hablar.
—Creo que ya supo que ellos son la familia paterna de Danielito —comenzó a hablar el viejo Enrique con cierto resentimiento—. El tipo ese es el bendito progenitor de mi nieto y esa mujer, la abuela de Danielito y la madre que se ve no le enseñó a su hijo a hacerse responsable de sus actos. Pero lo de familia es solo por el lado de la sangre porque a ellos no les interesa el niño. Nunca les interesó hasta que Valeria se fue y comenzó a mandar plata. Y ahora sí es su hijo y esos sinvergüenzas me salen con la vaina de que se quieren llevar a Danielito. A mí Danielito.
—Pero ellos no pueden quitárselo —dijo Aristóteles frunciendo el ceño.
—En realidad, sí pueden —dijo Enrique con suma amargura, dejando caer sobre la mesa el papel que le había sido entregado.
Aristóteles tomó el papel para leerlo y la consternación se plasmó en su rostro al ver que era una boleta de citación de parte de la Defensoría de los Derechos del Niños y del Adolescente.
—Lo que usted ve ahí. Esa vaina ridícula —masculló Enrique con suma exasperación— en la que me citan porque solo soy el abuelo del niño. Y mientras la madre no esté, el niño supuestamente debería estar con uno de sus padres biológicos que esté dispuesto a cuidarle. ¡Pero ese tipo nunca estuvo dispuesto a cuidarle ni un coño! —estalló Enrique indignado—. Ellos nunca estuvieron cuando Valeria necesitaba ir a la consulta prenatal ni cuando Danielito nació. Ese tipo no estuvo cada vez que Danielito se enfermó ni le ayudó a bajar una fiebre. No estuvo para ayudarle a estudiar ni llevarle al colegio. ¡Nunca estuvo con Danielito para nada! Y ahora me viene con esa vaina de que es su padre. ¡Padre un carajo!