Sentado en la sala de espera del lugar donde Enrique había sido llamado a comparecer por el asunto con Joseíto, Aristóteles lidiaba con la incomodidad de los gélidos y duros asientos, junto a las desagradables miradas de la familia paterna del niño, quienes se encontraban en la hilera de asientos de enfrente.
Pero si Aristóteles reprimía sus ganas de removerse en su asiento debido los incómodos puestos que le estaban matando el culo, y la desagradable cara de aquella gente, el viejo Enrique, que estaba a su lado, se veía un tanto preocupado nerviosa mientras hablaba con Vicente Romero, un abogado el cual Aristóteles había conseguido para que les acompañase.
Cuando miraba al viejo Enrique no podía dejar de preocuparse por lo que podría pasar con el nieto del otro hombre. Pero, sobre todo, no dejaban de rondar en su cabeza los sentimientos que se estaba dando cuenta podría estar comenzando a tener por Enrique y la manera en que esto le mortificaba.
Sin embargo, aquel no era el momento para seguir pensando en aquellas cosas, ya que si se encontraban allí era para apoyar al viejo Enrique.
El otro hombre le había pedido que asistiera como testigo para comparecer a su favor de la situación que causó la familia del niño cuando irrumpieron en el apartamento. Incluso había recurrido a su viejo y excéntrico amigo Vicente para que le ayudase. Y cuando vio que la expresión del viejo Enrique era un poco más calmada luego de hablar con Vicente, quiso creer en que había valido la pena. Después de todo, nadie podía ser tan imbécil como para quitarle a su nieto a un abuelo como Enrique. Y si eso llegaba a pasar, no dudaría en expresar sus quejas.
Aquel último pensamiento le sorprendió un poco por la manera en que estaba dispuesto a defender a Enrique. En definitiva, las cosas habían cambiado mucho. Y Aristóteles no podía decir si aquello le agradaba o le desagradaba cuando todavía le costaba asimilar la idea de lo que estaba sintiendo.
Aunque no tuvo tiempo de seguir cuestionándose aquellos, puesto que la fuerte voz de su amigo Vicente le sacó de su ensimismamiento.
—¡Usted tranquilo, hombre! ¿Por qué se angustia? No tiene que preocuparse por ese hombre y la vieja del coño —dijo el abogado Vicente en un tono más alto de la cuenta debido a su sordera, refiriéndose a la familia paterna del chiquillo.
Aristóteles vio cómo aquella gente arrugó la cara con molestia y a Enrique intentar calmar al viejo abogado, carraspeando con incomodidad ante el alto tono de Vicente y la forma en la cual algunas personas que pasaban por los pasillos cercanos comenzaban a mirar a su dirección.
—Ya, ya tranquilo. Se lo agradezco —dijo Enrique a Vicente, pero el viejo abogado siguió negando, frunciendo las blancas y tupidas cejas con obstinación.
—¡No, no tiene de qué preocuparse! ¡Esa gente del coño no va a ser ningún problema! —siguió despotricando a todo pulmón Vicente, sordo a las palabras de Enrique, mientras que este parecía cuestionar su elección de abogado.
Aristóteles bufó exasperado. Lamentaba que lo que el viejo Vicente tenía de buen abogado lo tuviese de sordo.
—¡Ya cállese! ¡Usted es el único que es un problema con esa gritadera! —dijo Aristóteles inclinándose por encima Enrique hacia Vicente, y retrocedió casi de inmediato al rozar al viejo Enrique y aspirar más de la cuenta la colonia que este usaba.
Aristóteles frunció la nariz intentando deshacerse de aquel aroma que no pudo evitar encontrar agradable. ¿Por qué el viejo Enrique se perfumó tanto? ¿Iba a una cita o a una citación?
—¿Ah? ¿Qué? ¿Que usted también se siente intranquilo? —preguntó Vicente confundido.
Aristóteles inspiró profundamente, intentando no cometer un crimen por agresión en medio de una defensoría pública.
Molesto y frustrado se incorporó, y su cadera se resintió a causa de la dureza de las sillas y llevar demasiado rato sentado. Y se acercó a Vicente con la intención de ajustar el aparato auditivo del abogado. Tenía la certeza de que aquella cosa se había dañado.
—Ejé, epa. ¡¿Dónde me está metiendo mano?! Mire que yo no le voy para esos lados —se quejó Vicente en voz alta mientras el rostro de Aristóteles enrojecía cuando varias miradas se posaron en él. En especial, la de Enrique.
—Deje de decir ridiculeces, viejo sordo —gruñó Aristóteles logrando arreglar el dispositivo auditivo de Vicente, y por un segundo se cuestionó la razón por la cual conservaba semejante amistad. Y la mortificación hizo que estuviese a punto de largarse de allí, pero la llamada a comparecer le detuvo.
Aliviado de la interrupción, Aristóteles siguió a Enrique junto a Vicente. A pesar de ello, una vez estuvieron ante el fiscal que les tocó este les miró con cierto desconcierto la cantidad de personas que estaban allí. Aunque luego de unos segundos decidió iniciar con el proceso.
—Muy bien, señor Enrique Martínez, es claro que ya sabe por qué estamos reunidos aquí hoy —dijo el fiscal comenzando a revisar los documentos y Enrique asintió con cierta tensión—. Entonces... —continuó el fiscal —, usted cuida de su nieto mientras la madre está fuera del país. Pero su padre biológico dice que usted no está capacitado para cuidar a un niño.
Indignación llenó Enrique al escuchar aquellas palabras y no pudo evitar replicar:
—No capacitado para cuidar a un niño está que solo sabe meter el gue...
—Señor —interrumpió con un dejo de advertencia el fiscal, acallando a Enrique quien se tornó un tanto avergonzado.
—Ve cómo no está capacitado para cuidar a un niño. Mire ese vocabulario que tiene —espetó la señora Rodríguez.
—Ay, por favor, señora, cómo si usted tuviese mucho —replicó Enrique haciendo un ademán de exasperación.
—¡Bueno ya! —interrumpió nuevamente el fiscal para luego dirigirse a Enrique—. Señor, según lo que se ha dicho, usted no se encuentra capacitado para cuidar a un niño por su edad. Además de que, al parecer, suele realizar ciertos actos de moral cuestionable.