En la vida, existían pocas cosas que Don Aristóteles apreciaba sinceramente. Y una de ellas era cuando Julieta se convertía en masajista gatuna y se intentaba encaramaba encima de él para amasar su panza mientras ronroneaba. Pero la verdad era que, en aquel momento, mientras se preparaba junto con el viejo Enrique y el abogado Vicente para comparecer al día siguiente en el tribunal de menores, ni siquiera Julieta lograba mejorar su ánimo.
Y la gata pareció notarlo y no estar muy feliz de la falta de atención, puesto que tras unos instantes clavó sus garras con cierto resentimiento en la panza de Aristóteles, haciendo que el anciano se quejara. Pero no pudo hacer más nada debido a que luego de su pequeña acción de venganza, la gata simplemente se bajó del anciano y se marchó malhumorada en busca de alguien que le hiciera más caso como Enrique, quien se encontraba tomando una taza de café recién servida por Ricardo.
Pero el otro anciano tenía una expresión de pensativa preocupación y lo máximo que le regaló a la gata fue una fugaz caricia cuando la felina se frotó contra sus piernas, por lo que al final Julieta simplemente se largó el doble de ofendida.
Aristóteles notó cómo Enrique miraba algunos de los papeles que Vicente había traído y que mencionó podrían servir para hablar de las leyes que podrían ayudarles durante la comparecencia. El viejo Enrique frunció el ceño y suspiró como si comenzara a dudar de lograr ganarle al padre de Joseíto. Y Aristóteles no quería ni pensar en la posibilidad de que semejante sinvergüenza como el padre biológico se llevara al niño. Por eso, miró en dirección a Vicente, pensando que su viejo amigo diría algo que fuese útil, sólo para toparse con la imagen del abogado cabeceando de sueño a pesar del café que recientemente había tomado.
—Oiga, pero usted se está durmiendo como un viejo chocho—dijo Aristóteles con un dejo de molestia.
En seguida, Vicente despertó medio desorientado para darse cuenta de que se había estado durmiendo. Y enseguida adoptó una actitud de dramática indignación.
—Deje de hablar paja que no me estaba durmiendo. Soplo estaba descansando los ojos—dijo ofendido, sentándose bien erguido en busca de recuperar su dignidad.
Aristóteles bufó.
—Descansando los ojos casi como un muerto. Se nota que ya está chocho—espetó Aristóteles.
—Usted será el viejo cho...
—Ya, señores, no vamos a pelear a estas horas —interrumpió Enrique con un tono conciliador, pero que sonaba más que todo agotado. Y Aristóteles apretó los labios, callándose en el acto al igual que el viejo Vicente.
Le estaba reclamando a Vicente que no se durmiera, pero Enrique también estaba cansado. Y no era para menos, si llevaban desde la mañana intentando pensar en una razón de peso que pudieran alegar para ganar. Pero todos sabían que, en el fondo, ser un buen abuelo como lo eran el viejo Enrique quizá no era suficiente si aquel hombre ponía en cuestionamientos la moral de Enrique por ser marico.
Por un instante, se sintió frustrado de no tener otra cosa con la cual ayudar al viejo Enrique a excepción de haberle conseguido un abogado. No quería que Enrique perdiese a su nieto. Y no era solamente por los sentimientos que le ocultaba al otro hombre, sino porque Enrique en verdad merecía cuidar a su nieto.
—¿Quieren torta de auyama? —La voz de Ricardo saliendo de la cocina le sacó de sus pesarosos pensamientos.
Ricardo tenía entre sus manos una bandeja con trozos de torta recién hecha y el estómago de Aristóteles gruñó.
Su ánimo podía no ser el mejor, pero era imposible resistirse a una de sus tortas preferidas.
—¿Es la receta de tu mamá? —preguntó Aristóteles y Ricardo asintió orgulloso.
La receta de la torta de auyama de su exesposa era insuperable. Y Ricardo podía ser medio inútil para muchas cosas, pero al menos aprendió la receta de su madre casi a la perfección.
Don Aristóteles tomó complacido el pequeño platito que le ofreció su hijo con la torta y cerró los ojos con placer ante lo único que le había alegrado la noche, mientras Ricardo repartía otro par de trozos entre Enrique y Vicente.
—Papá, ya es tarde. Deberían ir a descansar —dijo Ricardo un tanto preocupado al ver que ya casi era medianoche.
—Vete a dormir tú —Aristóteles desestimó el comentario de su hijo con un gruñido, sin dejar de comer—. Pero antes de irte me traes otro pedazo. No vaya a ser que te termines tragando el resto tú solo como solías hacer cuando carajito.
Ricardo abrió la boca para replicar a su padre, mas fue interrumpido por el viejo Enrique:
—Mejor hágale caso, Don Aristóteles. Vaya a descansar.
—Pero cómo voy a dejarle aquí con toda esta vaina —dijo Aristóteles, dando una fugaz mirada de molestia a su hijo por haber abierto la boca.
—Ya no hay mucho que hacer. Solo repasar algunas cosas. Yo también me iré a dormir en un rato y llamaré un taxi para Vicente. Ya le hemos dado vuelta todo lo que podemos hacer mañana —dijo con cierta resignación.
—¿Y es que no han encontrado más nada con qué joder a ese tipo? —preguntó Ricardo.
—Lo único con lo que podríamos joderlo sería encontrando a las madres de los hijos que Valeria me dijo que tenía regados. Pero ni siquiera ella sabía bien dónde estaban. Solo se enteró porque a ese sinvergüenza una vez se le salió decir que había dejado muchachos botados cuando estaba medio borracho.
—Pero ¿y su intentamos buscarlos? —dijo Ricardo—. Digo, si dejó hijos botados, quizá esa pueda servir si encontramos a las madres —aclaró ante la cara de confusión de los otros hombres.
—¿Y tú crees que esa vaina vaya a servir? —cuestionó Aristóteles dudoso, pero pensando que quizá su hijo sí tenía algo de cerebro.
—Pues —Ricardo titubeó como si ni siquiera él estuviese del todo seguro de su idea, aunque aun así continuó—: imagino que un tipo así no querría que los hijos que dejó lo encontraran... Porque si abandonó a las madres de esos niños, esas mujeres deben estar bien arrechas. Y mujer arrecha es una vaina peligrosa.