Como perros y gatos

Capítulo XII Palabras sinceras y un corazón inquieto

Para Ricardo, ver a Don Aristóteles sentado en su sillón favorito con una expresión pensativa mientras contemplaba a través de la ventana, era el claro indicio de que algo le sucedía a su padre. Y él no era el único que lo pensaba, puesto que Julieta también parecía intuir que algo pasaba, ya que alternaba entre el regazo del anciano y el suelo, clamando por atención.

La situación comenzaba a preocuparle, pero por desgracia, no tenía manera de saber qué sucedía a su padre, ya que este no era un hombre comunicativo con sus problemas.

En momentos como aquellos, lamentaba que su padre fuese tan terco como una mula vieja y amargada, y conocer lo que le ocurría era demasiado difícil. Aunque si bien su padre no hablaba sobre lo que le pasaba, Ricardo intuía que quizás el estado de ánimo del anciano tenía que ver con la llegada de la hija de Don Enrique que cada vez se acercaba más, así como de la pronta partida de este.

Y es que Ricardo no era estúpido ni su cerebro estaba afectado por caerse de la cama como aseguraba su padre. Él se había dado cuenta desde hacía mucho que algo pasaba entre su padre y Don Enrique. Solo que no había comentado nada para evitar ser arrojado a la calle. Pero cuando veía a su padre tan afectado por el viejo Enrique, era inevitable que deseara encontrar una manera de ayudar a Don Aristóteles a resolver sus problemas, por más que sabía que el anciano jamás aceptaría que necesitaba un empujón para empezar a hablar de sus sentimientos.

Con ojos llenos de preocupación, Ricardo se acercó a su padre para darle el café de la tarde junto con los bizcochos que diariamente Don Enrique solía enviarle.

—Papá, aquí está tu café —dijo Ricardo a su padre, quien con aire distraído le miró, mientras a sus pies Julieta se frotaba contra las piernas del anciano reclamando atención.

Aristóteles aceptó la pequeña taza de porcelana con un gruñido, y le dio un sorbo que le hizo salir de su ensimismamiento y fruncir el ceño al fijarse en su hijo.

—¿Por qué estás usando esa vaina tan fea? —preguntó Aristóteles con desagrado al notar el chillón delantal que Ricardo usaba. Los corazones, flores y estridentes colores amarillentos parecían estar hiriendo la vista del anciano.

—¿Esto? —Ricardo parpadeó, asiendo el borde de su delantal sin comprender el desagrado de su padre. No le veía nada malo a su elección de delantal—. Es uno de los delantales que hice con mi mujer cuando nos metimos juntos al curso de costura.

Aristóteles hizo una mueca y negó como si su hijo fuese un caso perdido, lo que hizo que Ricardo viese con ojos de cachorro regañado su delantal.

—Espero que nunca se te ocurra regalarme una vaina de esas —dijo Aristóteles bebiendo un trago de su humeante café—. ¡Pero si esta vaina no tiene azúcar! —se quejó repentinamente Don Aristóteles, escupiendo su café accidentalmente a Julieta que seguía a sus pies.

Julieta gruñó y se esponjó, para acto seguido, marcharse malhumorada ante la ofensa de su padre humano.

—Sí tiene, pero poca —dijo Ricardo—. Recuerda que no puedes tomar mucha porque te hace daño.

—Daño un carajo. Daño me hace verte con esa vaina puesta y aún no me muero. Así que échale azúcar.

Ricardo suspiró resignado, yendo a la cocina a buscar la pequeña azucarera. Regresó y la extendió ante su padre, viendo en silencio cómo Don Aristóteles echaba más azúcar de la que Ricardo consideraba adecuada para un hombre de su edad en el café, pero no dijo nada temiendo que su padre le arrojase la caliente bebida en la cabeza. Aunque intentó aprovechar el momento para hablar, deseando que quizás el azúcar endulzara un ápice a su padre.

—Papá —Ricardo llamó la atención de su padre cuando este empezó a beber con placer su humeante café oscuro—, quería hablarte de algo... La próxima semana voy a regresar a Lara.

Aristóteles dejó de beber su café y miró a su hijo como si estuviese intentando adivinar si las palabras de Ricardo eran reales.

—¿De verdad? —preguntó Aristóteles con un dejo de escepticismo, que se desvaneció cuando Ricardo lo confirmó con un asentimiento—. ¡Pues ya era hora! Pero, ¿estás seguro de que no quieres regresar antes? ¿No te quisieras ir mañana mismo? Mira que tu mujer te debe estar necesitando más que yo —dijo claramente ansioso por la partida de su hijo.

—Mi mujer me necesita, pero tú también. Por eso me preocupa dejarte solo cuando me vaya.

—Bah, no tienes que preocuparte por mí. No soy un viejo inválido. Puedo cuidarme solo.

—Eso lo sé, pero sabes que no me gusta que te quedes solo. Y no me vengas a salir con que Julieta cuenta como compañía porque la gata no es suficiente, aunque sea una buena compañera —dijo Ricardo con firmeza al ver que su padre estaba a punto de replicar—. Y sé que no te gusta que nadie se meta en tu vida, pero, ¿estás seguro de que realmente quieres seguir viviendo así de solo?

—Solo estoy bien. Tengo mi casa y a mi gata. No necesito que nadie venga a joderme con nada. A esta edad lo que necesito es tranquilidad —dijo Aristóteles con obstinación. aunque Ricardo se percató de una fugaz vacilación en el anciano.

Ricardo posó su mano sobre el hombro del anciano y habló con un dejo de suavidad:

—Sé que eres un hombre que se ha acostumbrado a estar solo. Y también que te has vuelto más gruñón con los años —Aristóteles profirió una queja ante aquellas palabras, la cual Ricardo ignoró demasiado acostumbrado a ellas—. Pero ¿de verdad quieres llegar al final de tu vida como un viejo solitario?

»A pesar de todos tus errores, tú nos diste lo mejor que pudiste e incluso convenciste a mi madre de que volviese a casarse cuando ella dudaba. Sin embargo, parece que te olvidaste de pensar en ti. Tú también te mereces muchas cosas. Ya no tienes por qué pensar en nadie. Lo que diga la gente a tu edad ya no debería importar.

Ricardo contempló durante silenciosos instantes la expresión del anciano que había pasado a fruncir el ceño por sus palabras, detallando las acentuadas arrugas que le recordaban la realidad de la edad de su padre.



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En el texto hay: comedia, lgbt

Editado: 07.01.2024

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