Durante los últimos meses, Don Aristóteles consideraba que había vivido muchas cosas que habría creído impensables: había pasado de ser un hombre un tanto gruñón que prefería la compañía de su gata a la de muchas personas, a ser un hombre que, de manera inesperada, terminó ganando a nuevas personas que deseaban estar a su lado.
Y aquello era algo que intentaba asimilar mientras se encontraba sentado en la sala de su «invadido» apartamento, contemplando casi incrédulo el ajetreo de la improvisada reunión que habían decidido organizar su hijo Ricardo junto con Enrique, su hija Valeria e incluso el travieso Danielito.
Desde hacía años su hogar no había estado lleno de tantas personas por lo cual la situación se le hacía casi extrañas. En sus más de setenta años de vida, sinceramente jamás creyó llegar a encontrar a alguien que quisiese estar a su lado. Mas así era la vida: extraña, inesperada, desconcertante y también a veces, exasperante. Tanto como lo era aquel chiquillo, que a su lado, llevaba más de diez minutos mirándole con ojos de cachorro dignos de haber sido aprendidos de su hijo Ricardo, despertando la desconfianza y exasperación del anciano.
—Ya deja de mirarme así. Dime, ¿qué quieres, Joseíto? —preguntó Aristóteles hastiado de la actitud del pequeño.
—Abuelito —dijo el niño con tono suplicante, y Aristóteles se crispó y entrecerró los ojos con sospecha ante aquella forma de llamarle—, ¿si te pido algo me lo darías?
—Deja de llamarme abuelito que tu abuelito es el que está allá —replicó señalando hacia la cocina donde todos se encontraban terminando de preparar las cosas para servir el almuerzo, y desde donde el aroma a pollo horneado se percibía claramente—. Y si quieres algo, ¿por qué me lo pides a mí? ¿Por qué no vas a pedírselo a tu abuelo o a tu mamá?
El chiquillo hizo un mohín.
—Se lo pedí a mi mamá, pero ella me dijo que hablara con mi abuelito Enrique —comenzó a explicar el niño—. Y entonces, mi abuelito Enrique esta mañana ya me dio, pero ahora ya no me quiere dar más.
—¿Pero qué cosa no te quiere dar más? ¿Qué vaina es lo que quieres?
—Dinero.
—¿Ah?
—Dinero. Mi abuelito Enrique no me quiere dar dinero para comprar un helado en la tienda de la esquina—dijo como si aquel mero acto fuese en realidad un atentado en contra de sus derechos.
Aristóteles bufó.
¿Por qué desde el inicio cuando se trataba de dinero aquel niño parecía ir hacia él? ¿Le veía cara de cartera, cuenta bancaria o qué?
—Si tu abuelo ya te dijo que no, ¿por qué yo tengo que darte dinero?
—¿No es usted ahora mi segundo abuelo? Y si ahora tengo dos abuelitos, los dos deberían darme dinero. ¿No se supone que los abuelos les dan dinero a sus nietos? Pero mi abuelo Enrique es tacaño y me consiguió otro abuelito igual de tacaño —refunfuñó con aquella obstinada lógica infantil.
—¿Tacaño? Tacaña será tu...
—¿Don Aristóteles?
Aristóteles calló repentinamente al ver a Valeria frente a él, parpadeando como si no entendiese la situación. Apretó los labios pugnando por contener sus palabras al ver cómo el chiquillo endemoniado se refugiaba cerca de su madre como si fuese una criatura inocente.
Aquel chiquillo tenía talento para sacarle de sus casillas, pero no quería quedar como un viejo amargado y potencial maltratador de niños. Y menos ante la hija de Enrique por más que el mocoso le estuviese tentando.
—Ah, Valeria, no es nada —dijo haciendo un ademán y sonriendo un tanto forzado hacia el chiquillo—. Solo le estaba diciendo a Joseíto que con este calor lo que provoca es un helado, y que un niño como él debería comprarse uno y de paso traerme otro a mí —explicó mientras rebuscaba en su cartera y le entregaba un par de billetes al niño.
El rostro del chiquillo se iluminó victorioso, y tomó el dinero sin agradecer siquiera mientras salía en veloz carrera con el botín ganado, mientras Aristóteles tenía la certeza de que ni le iban a traer un helado a él y menos aún, ni siquiera el cambio.
—Don Aristóteles, no debería consentirlo tanto. Mire que los niños no deberían comer tanta azúcar —dijo Enrique desde la mesa terminando de colocar los platos para luego dirigirse hacia ellos.
Aristóteles gruñó tragándose el decir que Enrique no debería estar preocupado por aquello, sino por el indudable futuro que tendría su nieto como cobrador y usurero.
De repente, el sonido de la puerta siendo tocada les interrumpió. Ricardo salió de la cocina para abrirla. Y al hacerlo, pudo distinguir la voz de una presencia desagradable: la de la señora Julia.
—Ricardo, pero qué bueno ver que aún sigue aquí. Y hasta parece que Don Enrique está —escuchó decir a la señora Julia con falso asombro—. Aunque no es de extrañar ahora Don Enrique y su padre parecen tan cercanos —el tono insinuante de aquellas palabras le hizo tener la certeza de que la razón por la cual aquella mujer estaba allí era para curiosear su vida.
Desde que la relación con el viejo Enrique se había convertido en un hecho que a pesar de que él nunca lo confirmara, aunque tampoco lo negase, la señora Julia parecía estar ansiosa por conocer la información completa y convertirse en la fuente de chismes de todo el edificio.
—¡Ricardo, cierra esa puerta ahora mismo! —exigió Aristóteles desde su asiento.
—Pero, papá, es la señora Julia...
—Sí, Don Aristóteles, vine a visitarle y a traerle algo de arroz con leche que hice —gritó la señora Julia desde la puerta intentando ponerse de puntillas para ver mejor hacia el interior del apartamento, sin que la voluminosa forma de Ricardo se lo permitiera del todo.
—¡Ricardo José! —exclamó Aristóteles con tono de advertencia—. ¡O cierras esa puerta ahora mismo o ya sabes quién le dirá a tu mujer quién partió hace siete años la condenada vajilla de su difunta abuela!
Ante su advertencia, Ricardo se tensó y palideció. Y acto seguido, cerró la puerta en la cara de la señora Julia, sin importarle sus quejas.