Sosteniendo una pequeña urna de cremación funeraria apoyada contra su pecho, con la ayuda de una de sus manos, Aristóteles entró a su apartamento seguido de Enrique.
El semblante del anciano se encontraba lleno de pena y en aquellos momentos, la fragilidad de su vejez parecía más presente que nunca cuando con pasos parsimoniosos ayudados por su bastón, avanzó hasta la sala, y se sentó con dificultad en uno de los muebles.
Con un nudo en su garganta, contempló la pequeña urna donde estaban las cenizas de Julieta.
Su hija gatuna, tras casi veinte años de haberle hecho compañía, finalmente se había ido al cielo de los gatos.
Aristóteles ya no tendría aquel esponjoso peso familiar sobre su regazo cada vez que se sentase a descansar en su sillón favorito, ni una pequeña gata con aires de elegante grandeza que exigiera atención, ni tampoco volvería a escuchar un familiar y tranquilizante ronroneo.
Ya no tendría nada de ello. Sin embargo, al mismo tiempo se sentía aliviado de que Julieta hubiese descansado. Con el pasar de los años Julieta la visión de Julieta había empeorado y los achaques se hicieron presentes hasta que una falla renal le hizo tomar la dura decisión de sacrificarla. Después de todo, su Julieta no merecía sufrir.
Sintió unas manos reconfortantes sobre sus hombros y cerró los ojos, permitiendo el apoyo y afecto de Enrique.
—Vamos a ponerla junto a Romeo —sugirió Enrique en casi un susurro y Aristóteles asintió, dejando que Enrique le ayudase a incorporarse.
Enrique le ayudó con una suave y triste sonrisa. Y Aristóteles no pudo evitar fijarse en cómo las arrugas se acentuaban aún más en el rostro del hombre. Los años habían pasado y sin importar qué, la vejez no daba treguas a nadie.
Inspirando profundamente, caminó junto a Enrique hacia la rinconera en medio de la sala, donde estaban las fotos de los hijos de ambos y de sus respectivos nietos ya hechos casi unos adolescentes.
Los años habían pasado en casi un parpadeo.
El anciano miró hacia la parte superior de aquella rinconera en la que otra pequeña urna crematoria se hallaba: la de Romeo. El perro de Enrique había muerto hacía un año más o menos. Y ahora le había seguido Julieta. Al parecer después de todo aquellos dos no podían estar mucho tiempo separados.
Aristóteles tontamente se preguntó si el cielo de los gatos y el de los perros no harían una excepción para aquellos dos.
Enrique le apretó la mano de forma afectuosa y Aristóteles, tomó valor para dejar a su hija gatuna allí, descansando al lado de Romeo.
Una pequeña urna crematoria blanca y una negra juntas una al lado de la otra. Supuestos enemigos naturales que comenzaron llevándose terriblemente mal para al final, terminar encontrando entre ambos aquello que no pudieron encontrar en nadie más.
Tal y como le había ocurrido al viejo Enrique y a él.
Dejó escapar un suspiro pesaroso sintiendo el apartamento extrañamente vacío sin maullidos ni ladridos.
—Estoy seguro de que andan en el más allá jugando y haciendo desastres como solo ellos sabían hacer —bromeó Enrique con suavidad, aunque su tono también se notaba afectado.
Ante aquellas palabras, Aristóteles esbozó una tenue sonrisa sincera, acariciando una última vez la urna de Julieta y luego se giró hacia Enrique.
—Sí, ahora ellos deben estar juntos haciendo desastres —dijo Aristóteles, frunciendo el ceño al ver el cabello de Enrique un tanto despeinado.
Extendió su mano para alisar el mechón rebelde, gesto ante el cual Enrique se tornó complacido, recordándole por un fugaz momento a Aristóteles a un gato viejo. Parecía que las mañas de Julieta se le habían pegado a Enrique. Al final el hombre tenía más de gato que de perro. Y quizá por ello habían terminado juntos.
—Ricardo llamó mientras estábamos retirando a Julieta —le informó Enrique—. Dijo que él y los niños vendrán de visita en un par de semanas. También dijo que sentía lo de Julieta y que... por favor, nos portáramos como los viejos decentes que éramos y no como los viejos que hacen cosas que no deben hacer los viejos.
Al escuchar aquello la expresión de Aristóteles se llenó de molesta vergüenza al recordar cómo hacía algunos años, el idiota de Ricardo había decidido visitarle sin avisar, entrando a su apartamento al tener la llave y encontrándole en una situación muy incómoda a Enrique y Aristóteles.
Tan incómoda que Aristóteles había terminado en el hospital, recibiendo una charla de por qué un hombre de su edad no debía usar viagra, y menos si sufría del corazón, haciéndole desear tener un verdadero infarto fulminante que le sacase de su miseria. En especial porque aquella situación se convirtió en gritos escandalizados de parte de su hijo que derivaron en un chisme que la señora Julia no dudó en aprovechar. Algo con lo que Aristóteles no era capaz de lidiar.
Si cualquiera venía a decirle algo sobre la elección de estar junto con otro hombre a aquellas alturas de su vida, Aristóteles no dudaría en mandarlo al Diablo, pero ser cuestionado por un episodio tan vergonzoso era demasiado para un pobre viejo como él.
Desde entonces, ambos hombres se habían mudado a un nuevo lugar después de que Aristóteles prácticamente huyera del edificio. Ya habían pasado varios años de aquellos, solo que para su desgracia Ricardo no parecía olvidarlo. ¡Pero la culpa la tenía Ricardo por haber venido así! Y además, ¿quién se creía su hijo para regañarle y decirle que por ser un anciano ya no estaba para intentar nada? ¡Ya quería verle llegar a su edad para que viese lo que se sentía!
Aristóteles refunfuñó por lo bajo diversas cosas contra su hijo idiota y Enrique se tornó un tanto divertido, aunque enseguida, su semblante cambió a uno serio.
—¿Qué sucede? —preguntó Aristóteles extrañado ante el cambio de actitud en Enrique.
—Ricardo me dijo que tu hijo Javier quería venir nuevamente —dijo Enrique y Aristóteles aferró el bastón en su mano, dejando escapar un suspiro—. Y también tu nieto Fabián, pero ninguno de los dos sabe que el otro vendrá.