Cómo pescar esposo

CAPÍTULO 3: El Anzuelo de Maritza Abre sus Puertas

A las cuatro de la mañana, cuando el mundo todavía es negro y las estrellas se niegan a irse a dormir, yo ya estaba en el comedor del puerto con una olla del tamaño de un bebé hipopótamo, sudando como si estuviera en un sauna gratis.

El lugar era básico: un techo de zinc, paredes de madera a medio terminar, y un piso de cemento que aún olía a fresco. Pero era MÍO. Bueno, técnicamente era de la constructora por seis meses, pero en mi cabeza ya lo había bautizado, decorado y convertido en mi cuartel general de operaciones.

—Doña Fina, pásame el cilantro —le grité a mi nueva asistente de cocina.

Doña Fina tenía sesenta años, había enviudado hacía cinco, y cuando le propuse trabajar conmigo, me dijo: "Muchacha, yo pensé que me iba a morir de aburrimiento viendo novelones. Me acabas de dar una razón para levantarme temprano". Era bajita, redonda como una boya, y tenía esa sabiduría de mujer que ha vivido suficiente como para no escandalizarse con nada.

—Aquí está —me pasó el manojo de cilantro tan fresco que todavía tenía gotas de rocío—. ¿Y me vas a decir para qué son esas redes de pesca en las paredes?

—Decoración —respondí mientras picaba cilantro a velocidad olímpica.

—Ajá. ¿Y las boyas de colores colgando del techo?

—Ambiente caribeño. Estética. Ya sabes, para que los muchachos se sientan como en casa.

—Maritza —Doña Fina dejó de picar cebollas y me miró con esos ojos que ven más de lo que uno quisiera—, yo crié cuatro hijos y enterré a un esposo. Sé cuándo una mujer está decorando y cuándo está poniendo trampas.

Me reí. No pude evitarlo.

—¿Tan obvio es?

—Mi niña, esto parece el anzuelo más grande que he visto en mi vida. Solo faltan las carnadas.

—Doña Fina, las carnadas son los platos. Y hoy vamos a pescar con el arma más poderosa de mi arsenal.

—¿Las empanadas?

—Mejor. El sancocho de pescado de siete mares de mi abuela Carmela.

Doña Fina se santiguó.

—Que Dios nos agarre confesadas. Ese sancocho es peligroso.

Y vaya que lo era.

El sancocho de siete mares no era solo una sopa. Era un evento. Una experiencia. Un momento religioso en forma líquida. Llevaba siete tipos de pescado —porque siete es número de suerte, decía la abuela— y cada uno aportaba algo diferente: el jurel para la fuerza, el pargo para la sabiduría, el mero para la paciencia, el robalo para la valentía, la corvina para el amor, el cazón para la perseverancia, y el medregal para la abundancia.

¿Que suena a brujería? Tal vez un poquito. Pero funcionaba.

Pasé la madrugada cocinando como poseída. Doña Fina preparaba el arroz blanco montañero (así lo llamaba ella, con suficiente grano suelto como para alimentar un batallón). Yo me concentraba en el sancocho: pescados limpios y cortados en pedazos generosos, yuca suave como mantequilla, plátano verde que absorbía todo el sabor, ñame que le daba cuerpo al caldo, mazorca de maíz tierno, cilantro picado fino, ajo machacado con amor y agresión en partes iguales, cebolla que te hacía llorar lágrimas de alegría, ají dulce para ese toque caribeño, y el caldo... ay, el caldo.

El secreto del caldo es la paciencia. Tienes que dejar que los pescados se conozcan entre ellos, que conversen, que se enamoren, que creen una familia dentro de la olla. Apurar un sancocho es como apurar el amor: terminas con algo tibio e insatisfactorio.

—¿Cuánto tiempo más? —preguntó Doña Fina, probando el arroz.

Miré mi olla hirviendo suavemente, el vapor subiendo como oraciones al cielo. Cerré los ojos y aspiré. Notas de mar, tierra, sudor honesto de quien cocina con alma.

—Quince minutos. El tiempo justo para que yo termine de convertir este lugar en el anzuelo más irresistible que estos hombres hayan visto.

Las redes de pesca las había conseguido de Don Tulio, quien me las dio gratis después de que le conté mi plan de negocio (omitiendo, por supuesto, el plan de caza de esposo). Las boyas de colores las encontré en el cobertizo de mi casa, reliquias de los tiempos en que mi abuelo pescaba. Las lavé, las pinté de amarillo, azul, verde, rojo, y las colgué del techo como si fueran lámparas festivas.

También puse una mesa larga de madera con bancas a los lados, estilo comedor comunitario, porque quería que los hombres comieran juntos. Más fácil para observarlos. Más fácil para identificar dinámicas grupales. Más fácil para ver quién lideraba, quién seguía, quién era el payaso del grupo, y quién comía en silencio en la esquina.

—Ya viene el primero —susurró Doña Fina, asomándose por la ventana que daba al área de servicio.

Miré el reloj. Cinco y media de la mañana. El desayuno no empezaba hasta las seis.

—Alguien está ansioso —dije, alisándome el delantal y acomodándome el pelo en una cola de caballo alta. Me había puesto mi blusa azul turquesa favorita (la que me hacía ver bronceada sin esfuerzo) y unos jeans que me quedaban bien pero no tanto como para parecer desesperada. El equilibrio perfecto.

El primer hombre en cruzar la puerta era joven. Muy joven. Veintidós, veintitrés máximo. Alto, flaco como un palo de escoba, con pecas en la nariz y esa expresión de "me perdí, ayúdenme" que tienen los que están lejos de casa por primera vez.

—Buenos días —dije con mi mejor sonrisa de bienvenida—. Un poco temprano, ¿no?

—Es que... ¿huele tan bien que... podía dormir? —tartamudeó, mirando alrededor como si hubiera entrado a Narnia.

Descartado. Demasiado joven. Probablemente su mamá todavía le empacaba la ropa.

—Siéntate, mi amor. El desayuno empieza en media hora, pero te puedo dar café.

—¿De verdad?

—De verdad.

Le serví café en una taza grande, de las que intimidan, y lo vi desaparecer hacia una mesa. Pobrecito. Extrañaba su casa. Yo también había estado ahí, en esa edad en que el mundo era demasiado grande y tú demasiado pequeño para llenarlo.

Después llegó otro. Y otro. Y para las seis de la mañana, el comedor estaba lleno.



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En el texto hay: romcom

Editado: 18.11.2025

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