Cómo pescar esposo (concurso Rom Com)

CAPÍTULO 5: El Ingeniero Rafael Montero

La corvina en salsa de maracuyá no era un plato para cualquiera. Era mi manera de decir: "Hoy voy a impresionar hasta al crítico más exigente, así que siéntense y prepárense para llorar de alegría".

La receta era complicada. Delicada. Requería timing perfecto, mano suave, y ese instinto que solo viene de haber cocinado mil veces el mismo plato hasta dominarlo. La corvina tenía que estar fresca —de-la-mañana-recién-pescada-fresca, no esa cosa congelada que venden como "fresca" en los supermercados del continente—. El pescado se sellaba rápido en mantequilla con ajo, apenas un beso de calor para que quedara jugoso por dentro. Y la salsa... ay, la salsa.

Maracuyá fresco, exprimido y colado para quitar las semillas. Mantequilla, cebolla picada finísima casi transparente, un toque de vino blanco (Don Tulio me había conseguido una botella "que se cayó del camión", según él), crema de leche, sal, pimienta blanca, y el ingrediente secreto: una pizca microscópica de ají picante. No suficiente para que quemara, pero suficiente para que despertara cada papila gustativa como soldado en llamada de emergencia.

—¿Estás segura de esto? —preguntó Doña Fina, observándome trabajar como si estuviera realizando cirugía a corazón abierto—. Este plato es... elegante. ¿Los muchachos de construcción van a apreciarlo?

—Los Sardinas no. Los Jureles tal vez. Pero los Meros... —probé la salsa, cerré los ojos, ajusté la sazón con media pizca más de sal—. Los Meros van a revelarse con este plato.

—¿Revelarse cómo?

—Los que solo comen para llenar el estómago van a decir que está "rico" y seguirán su día. Pero los que tienen paladar, sensibilidad, apreciación por lo complejo... esos van a detenerse. Van a hacer preguntas. Van a querer saber cómo se hace.

—Y esos son tus candidatos.

—Esos son los hombres que pueden apreciar que la vida es más que lo básico, Doña Fina. Si un hombre puede distinguir la diferencia entre una salsa bien hecha y una que salió de una botella, probablemente también puede distinguir entre una relación superficial y una profunda.

—O simplemente le gusta la comida cara.

—También es posible. Por eso esto es una investigación, no una ciencia exacta.

Habían pasado ya dos semanas desde la apertura del comedor. Dos semanas de levantarme a las cuatro de la mañana, cocinar hasta que me dolieran los pies, observar hombres como científica estudiando especímenes, y colapsar en mi cama cada noche con el aroma de ajo permanentemente pegado a mi piel.

Mi sistema de clasificación estaba funcionando de maravilla:

SARDINAS CONFIRMADAS: 47 (casados, muy jóvenes, maleducados, o simplemente incompatibles con vida humana civilizada)

JURELES EN OBSERVACIÓN: 12 (posibilidades que aún no se definían en una dirección u otra)

MEROS ACTIVOS: 4

  • Martillo (cada día más interesante, cada día más callado, cada día más presente)
  • Vicente el maquinista (sensible pero estable, viudo hace dos años)
  • El contador de la constructora que acababa de llegar y sabía citar poesía mientras comía
  • Y el nuevo: Rafael Montero

Rafael había aparecido hace tres días. Ingeniero estructural, según su tarjeta de presentación que me había dado como si estuviéramos en una conferencia de negocios y no en un comedor de construcción. Era guapo de una manera estudiada: cabello perfectamente cortado, barba recortada con precisión milimétrica, camisas que de alguna manera permanecían limpias incluso después de horas en el sitio de construcción.

Y olía bien. No a sudor y trabajo honesto como los demás. Olía a colonia cara, de esas que tienen nombres en francés y vienen en botellas que parecen obras de arte.

El primer día pidió "lo más elaborado del menú". El segundo día preguntó si podía hacer "algo ligero pero con proteína de calidad". El tercer día sugirió que agregara quinoa a mis opciones porque "está muy de moda en los restaurantes de la capital".

Doña Fina lo había catalogado inmediatamente como Pez León.

Yo no estaba tan segura.

Sí, era presumido. Sí, hablaba de "la capital" como si fuera el centro del universo. Sí, tenía esa manera de mirar la isla como si fuera un zoológico pintoresco.

Pero no llevaba anillo. No mencionaba novia ni esposa. Y cuando comía mi comida, cerraba los ojos y suspiraba de una manera que indicaba apreciación genuina.

Así que decidí: prueba de fuego. Corvina en salsa de maracuyá. Si Rafael Montero era realmente un Mero disfrazado de Pez León, este plato lo revelaría.

El almuerzo empezó como siempre. Fila larga, hombres hambrientos, el ritual de servir plato tras plato mientras evaluaba, observaba, tomaba notas mentales.

Martillo llegó temprano, como últimamente hacía. Se había convertido en rutina: él llegaba primero, pedía su plato, y se sentaba en su esquina a comer en silencio. Pero hoy algo era diferente. Hoy me miró de una manera... expectante.

—¿Qué es hoy? —preguntó.

—Corvina en salsa de maracuyá.

—¿Maracuyá? ¿Con pescado?

—¿Dudas de mí?

—Nunca. Pero es... inusual.

—Las mejores cosas de la vida son inusuales, Martillo.

—Como tú.

Lo dijo tan casual, tan simple, que tomó dos segundos completos para que mi cerebro procesara lo que acababa de escuchar.

¿Me había llamado inusual? ¿Era un cumplido? ¿Un insulto? ¿Una observación neutral?

—¿Inusual en el buen sentido? —pregunté, tratando de sonar casual y probablemente fallando miserablemente.

—En el mejor sentido —agarró su plato—. Lo único usual en mi vida son las decepciones. Tú eres un alivio de eso.

Y se fue a su esquina, dejándome con el cucharón en la mano y el cerebro completamente fuera de servicio.

Doña Fina me codeo.

—Ese hombre acaba de declararse.

—No seas ridícula. Solo dijo que soy inusual.

—Dijo que eres un alivio de las decepciones. Eso, en lenguaje de hombre callado y complicado, es una declaración de amor.



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En el texto hay: romcom

Editado: 19.11.2025

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