Esperen.
Esperen un momento.
Sé lo que están pensando. "Maritza, ¿no es este el capítulo siete y ya has estado hablando de Martillo desde el capítulo tres?"
Sí. Correcto. Pero déjenme explicarles algo sobre la diferencia entre "conocer" a alguien y "VER" a alguien.
Porque yo había visto a Martillo todos los días durante tres semanas. Lo había servido, observado, estudiado. Sabía que tomaba su café negro, que nunca desperdiciaba comida, que comía lento como si cada bocado importara. Sabía que tenía una cicatriz en la ceja que se acentuaba cuando fruncía el ceño. Sabía que sus manos eran de trabajador de verdad, con callos y cortes sanados, manos que construían cosas reales.
Pero hasta hoy, hasta este almuerzo específico, yo no lo había VISTO de verdad.
Y la diferencia, mis queridos lectores, es que ver a alguien de verdad es cuando te das cuenta de que todas tus defensas, todos tus planes estratégicos, toda tu supuesta objetividad científica... se van al carajo.
Pero vayamos por partes.
La mañana empezó normal. Bueno, tan normal como puede ser tu mañana cuando llevas un mes durmiendo cinco horas diarias y tus sueños están poblados por hombres clasificados como pescados.
Doña Fina llegó a las cinco con su termo de café y una expresión que yo ya reconocía como "tengo chisme y vas a morirte cuando lo escuches".
—Maritza.
—Buenos días, Doña Fina.
—MARITZA.
—¿Qué pasó?
—Anoche hubo karaoke en el puerto.
Me congelé con el cuchillo en el aire. Estaba picando cebollas para la cazuela de mariscos del almuerzo (cazuela que, spoiler alert, iba a causar un momento que cambiaría todo).
—¿Y?
—Y tu Martillo cantó.
—No es MI Martillo.
—Cantó una balada. Romántica. Con sentimiento.
—Doña Fina, los hombres borrachos hacen muchas cosas tontas en karaokes. No significa nada.
—No estaba borracho. Estaba sobrio. Y cantó como si le estuviera dedicando la canción a alguien que no estaba ahí.
—¿Y cómo sabe que no estaba ahí? Tal vez le cantaba a otra mujer.
—Porque mi sobrino estaba ahí y me contó que Martillo seguía mirando hacia el comedor. Hacia acá. Como si quisiera que TÚ estuvieras escuchando.
Destrocé esa cebolla con más fuerza de la necesaria.
—Eso es especulación.
—Es observación. Que es diferente.
—¿Y qué canción cantó?
Doña Fina sonrió como gato que atrapó ratón.
—Esa es la pregunta correcta. Cantó "Como la Flor" de Selena.
—Ay, Dios mío.
—Con SENTIMIENTO, niña. Los hombres lloraban. Las mujeres lloraban. Hasta mi sobrino lloró y tiene corazón de piedra.
—¿Martillo canta Selena?
—Martillo canta Selena como si Selena hubiera vuelto de la muerte solo para poseerlo por tres minutos.
Me senté. Necesitaba sentarme.
—¿Estás bien? —preguntó Doña Fina.
—Estoy procesando la información de que el hombre rudo y callado que apenas me habla canta Selena en karaokes con sentimiento.
—Los hombres más callados son los que sienten más profundo, Maritza. Tu abuela te lo habría dicho.
—Mi abuela me habría dicho que dejara de complicarme la vida y eligiera al más estable.
—Tu abuela se casó con tu abuelo porque la hizo reír hasta llorar la primera vez que se conocieron. La estabilidad vino después. La conexión fue primero.
Respiré profundo. Olí mis cebollas. Me concentré en la tarea.
—Hoy es cazuela de mariscos —dije, cambiando de tema deliberadamente—. Tengo que concentrarme.
—Cazuela de mariscos un lunes. Interesante elección.
—¿Por qué interesante?
—Porque la cazuela de mariscos de tu abuela era lo que ella preparaba cuando quería impresionar a alguien importante.
—Estoy impresionando a ciento veinte personas todos los días.
—Pero hoy quieres impresionar a uno en particular.
No respondí. Porque tenía razón y ambas lo sabíamos.
La cazuela de mariscos no es un plato casual. Es un compromiso. Una declaración. Es decirle al mundo: "Vean lo que puedo hacer cuando realmente me esfuerzo".
Lleva camarones grandes, pulpo tierno (que toma HORAS cocinar correctamente), trozos de pescado blanco, mejillones, almejas, calamar en anillos perfectos. El caldo es la estrella: un sofrito de ajo, cebolla, tomate, pimentón, vino blanco, caldo de pescado hecho desde cero (NUNCA de cubito), y ese toque de azafrán que le da ese color dorado que parece oro líquido.
Se sirve en platos hondos con pan crujiente al lado para mojar en el caldo. Y cuando lo haces bien, cuando lo haces REALMENTE bien, el primer bocado es una experiencia fuera del cuerpo.
—¿Cuánto pulpo compraste? —preguntó Doña Fina, viendo mi pedido de Don Tulio.
—Suficiente.
—Esto es suficiente para alimentar un pueblo entero dos veces.
—Quiero que todos puedan repetir si quieren.
—O quieres asegurarte de que cierto maestro de obra tenga suficiente para terceras, cuartas y quintas porciones.
—Doña Fina, ¿no tiene que picar ajíes o algo?
—Ya los piqué. Ahora mi trabajo es molestarte mientras trabajas.
Pasamos la mañana cocinando. El aroma que salía de mi cocina era obsceno. Gente del puerto empezó a asomarse preguntando qué era ese olor que "hacía llorar de hambre".
Para las once de la mañana, ya había una fila afuera del comedor. Los trabajadores habían terminado temprano sus tareas de la mañana solo para llegar primeros.
—Esto es tu culpa —dijo Doña Fina, viendo la multitud—. Los tienes adictos.
—Los tengo bien alimentados. Hay diferencia.
El mediodía llegó. Abrí las puertas. La estampida fue casi violenta.
—¡ORDEN! —grité—. Esto no es Black Friday. Forman fila o nadie come.
Se ordenaron inmediatamente. Algo en mi voz de "mamá enojada" los había domesticado.
Empecé a servir. Cada plato era una obra de arte. Generoso con los mariscos, abundante con el caldo, perfecto en presentación.
Vicente fue uno de los primeros.