La ensalada de pulpo es un plato de paciencia. El pulpo tiene que hervirse lento, con vino blanco, laurel, y un corcho de vino en el agua (sí, un corcho—no pregunten por qué funciona, solo funciona, es magia de abuela). Después de una hora, cuando el pulpo está tierno como seda pero con ese toque de resistencia perfecta, lo cortas en ruedas finas, lo marinas con limón, aceite de oliva, ajo picado fino, cilantro fresco, cebolla morada en juliana delgada, y lo dejas reposar.
El reposo es clave. Las ensaladas de pulpo mejoran con el tiempo. Como el buen vino. Como las relaciones reales.
Como lo que sea que estaba pasando entre Martillo y yo.
Habían pasado tres días desde su declaración casual-pero-devastadora de que yo era "el punto brillante en sus días". Tres días en los que cada vez que lo veía mi corazón hacía cosas estúpidas e involuntarias. Tres días en los que Doña Fina me miraba con esa expresión de "ya te perdimos para la ciencia".
Y tres días en los que traté, sin éxito, de actuar profesional y objetiva.
Estaba marinando el pulpo cuando escuché el escándalo afuera.
Música. Música ALTA. Reggaeton de ese que hace vibrar los dientes. Desde el puerto.
—¿Qué diablos? —salí de la cocina limpiándome las manos.
Doña Fina ya estaba en la ventana, asomada como vecina chismosa (que técnicamente era su trabajo secundario).
—Ay, niña. Tenemos problemas.
—¿Qué tipo de problemas?
—Del tipo joven, bonita, y vendiendo comida a cinco metros de tu comedor.
Corrí a la ventana.
Y ahí estaba.
Un carrito. Rojo brillante. Con un letrero que decía "HOT DOGS DE ROXI" en letras de neón. Y detrás del carrito, una muchacha que no podía tener más de veintitrés años, con shorts tan cortos que apenas calificaban como ropa, una camiseta atada arriba del ombligo, maquillaje perfecto a pesar del calor infernal, y una sonrisa que prometía cosas que definitivamente no venían con el hot dog.
—No —dije.
—Sí —respondió Doña Fina.
—NO.
—Sí, niña. Y mírala bien porque ya tiene fila.
Era cierto. Una fila de hombres. No muchos, tal vez siete u ocho. Pero ahí estaban. Como hienas rodeando carne fresca.
Y no eran mis Meros, gracias a Dios. Eran Sardinas confirmadas. Los más jóvenes. Los que probablemente todavía vivían con sus mamás. Los que pensaban que el pico de la gastronomía era pizza de microondas.
Pero el punto no era ESO.
El punto era que había COMPETENCIA en mi territorio.
—Respira —dijo Doña Fina.
—Estoy respirando.
—Estás hiperventilando.
—¡ES DIFERENTE!
—Maritza, calmada. Ella vende hot dogs. TÚ vendes arte culinario. No hay comparación.
—Ella vende hot dogs con escote. Esa ES la comparación.
—Los hombres que van por el escote no son los hombres que tú quieres de todas formas.
—¡PERO IGUAL ME MOLESTA!
Doña Fina me agarró por los hombros y me sacudió como coctelera.
—Muchacha, ¿cuál es el verdadero problema aquí? ¿Que esa niña te está quitando clientes o que te da miedo que te quite ALGO MÁS?
Me congelé.
—No sé de qué hablas.
—Hablas de Martillo. Te da miedo que vea a esa muchachita joven y bonita y decida que treinta y siete años con tres divorcios es demasiado bagaje.
—Yo no... —intenté protestar, pero mi voz se quebró—. Okay. Tal vez un poco.
—Más que un poco.
—ESTÁ BIEN. Más que un poco. ¿Feliz?
Doña Fina me abrazó. Un abrazo de esos que te hacen llorar aunque no quieras.
—Escúchame bien. Esa muchacha vende salchichas de paquete en pan industrial con salsa de botella. Tú vendes amor en forma de comida. Hay diferencia.
—Sí, pero el amor toma más tiempo en cocinarse que un maldito hot dog.
—Y por eso vale más.
Me limpié las lágrimas (que no estaba llorando, solo tenía algo en el ojo, probablemente jugo de limón) y respiré profundo.
—Tienes razón. Estoy siendo ridícula.
—Estás siendo humana. Y enamorada. Y aterrada. Todo al mismo tiempo.
—No estoy enamorada.
Doña Fina me miró con esa cara de "a otra perra con ese hueso".
—Como digas, niña. Ahora vuelve a tu pulpo antes de que se arruine.
Volví a la cocina. Terminé la ensalada. La probé. Estaba perfecta. El balance perfecto entre ácido y sal, entre suave y firme, entre simple y complejo.
Como debería ser una relación.
Como NO eran mis tres matrimonios anteriores.
Como tal vez podría ser con Martillo.
SI no lo perdía ante una veinteañera con shorts microscópicos.
El mediodía llegó con su usual caos. Los hombres empezaron a llegar. Y noté, con satisfacción mezclada con mezquindad, que la mayoría seguía viniendo a MI comedor.
La ensalada de pulpo fue un éxito. Los hombres que tenían paladar real la apreciaron. Los que no, pidieron el pescado frito del día. Todo normal.
Hasta que vi a tres de mis Jureles—hombres que había estado observando como posibles candidatos—caminando hacia el carrito de Roxana.
—No —susurré.
—Déjalos ir —dijo Doña Fina—. Si prefieren salchicha de paquete sobre tu pulpo, no son lo suficientemente inteligentes para ti de todas formas.
—Pero...
—Sin peros. Los peces inteligentes reconocen calidad. Los otros... bueno, merecen comida de carrito.
Vicente llegó con su usual devoción.
—Doña Maritza, ¿vio a la muchacha nueva?
—La vi.
—¿No le preocupa?
—¿Debería preocuparme?
—Claro que no. Su comida es mil veces mejor. Solo... bueno, algunos de los muchachos más jóvenes están yendo para allá.
—¿Y tú?
—¿Yo? —se rió—. Yo estoy muy viejo y muy enamorado de su comida para ir a comer porquerías de carrito.
Lo dijo mirándome directo a los ojos. El subtexto era claro: "Y enamorado de la cocinera también".
—Gracias, Vicente.
—¿Por?
—Por tu lealtad.
—No es lealtad. Es sentido común.
Julián llegó cargando su equipo de buceo.
Editado: 25.11.2025