Cómo pescar esposo (concurso Rom Com)

CAPÍTULO 10: El Biólogo Marino Dr. Julián Palacios

El mero al ajillo es un plato de equilibrio perfecto. El pescado debe ser firme pero jugoso, el ajo tostado pero no quemado, el aceite aromático pero no grasoso. Todo debe estar en su punto exacto o el plato se arruina. No hay término medio. No hay "casi correcto".

Como las relaciones con asterisco.

Después del karaoke, después de la canción de Martillo, después de los mensajes de madrugada que me habían dejado sin dormir pero sonriendo como idiota... llegó el lunes. Y con el lunes, llegó la realidad en forma de trabajo, responsabilidad, y la necesidad de cocinar para ciento veinte hombres aunque mi cerebro estuviera ocupado reproduciendo "El Privilegio de Amar" en bucle infinito.

—Estás distraída —observó Doña Fina mientras picaba perejil.

—No estoy distraída.

—Acabas de poner sal en mi taza de café.

Miré la taza. Efectivamente, sal en lugar de azúcar.

—Fue un error honesto.

—Fue un error de mujer enamorada que no puede concentrarse.

—No estoy...

—MARITZA. Ya superamos esa etapa. Admite que estás enamorada y sigamos con el día.

—Está bien. ESTÁ BIEN. Tal vez estoy un poquito enamorada.

—¿Un poquito? Niña, anoche te quedaste dormida mirando su mensaje. Esta mañana llegaste canturreando. Y acabas de poner sal en mi café. Estás COMPLETAMENTE enamorada.

—¿Y qué hago con eso?

—Lo aceptas. Lo disfrutas. Y cuando él llegue al almuerzo, le sirves triple porción y dejas de jugar a la difícil.

—No estoy jugando a la difícil. Estoy siendo... cautelosa.

—Cautelosa murió en el karaoke cuando ese hombre te cantó frente a toda la isla.

Tenía razón. Como siempre.

El menú del día era filete de mero al ajillo. Lo había elegido porque el mero era el pescado más noble, el más respetado, el que requería más cuidado y atención. Como ciertas relaciones que merecían ser tratadas con delicadeza.

O tal vez solo me gustaba el mero.

Difícil saberlo a estas alturas de mi crisis existencial romántica.

El desayuno pasó sin incidentes mayores. Martillo llegó temprano, como últimamente hacía. Me miró. Yo lo miré. Ambos sonreímos como adolescentes idiotas. Doña Fina puso los ojos en blanco tan fuerte que probablemente pudo ver su propio cerebro.

—Buenos días —dijo él.

—Buenos días —respondí.

—Dormiste bien?

—Como bebé. ¿Tú?

—Soñé con comida.

—¿Comida o comida específica?

—Tu comida. Específicamente.

Mi corazón hizo volteretas.

—¿Y en el sueño la comida estaba buena?

—Perfecta. Como siempre.

—Qué alivio. Hubiera sido una pesadilla si en tus sueños mi comida estuviera mala.

Se rió. Esa risa genuina que raramente mostraba.

—Imposible. Tu comida es buena hasta en pesadillas.

Y así, con intercambio tonto sobre comida de sueños, establecimos nueva normalidad: flirteo abierto sin disculpas.

Doña Fina esperó a que se fuera para atacar.

—¿Vieron eso? ¿Vieron ese intercambio ADORABLE?

—No fue adorable. Fue conversación normal.

—Fue flirteo descarado y lo sabes. Ese hombre está esperando que tú des el siguiente paso.

—¿Por qué tengo que darlo YO? Él ya cantó una canción frente a toda la isla. Esa es bastante declaración.

—Porque él ya mostró sus cartas. Ahora te toca a ti mostrar las tuyas. O él va a pensar que no estás interesada y va a retroceder.

—Martillo no es de los que retroceden.

—TODOS los hombres retroceden eventualmente si sienten que están golpeándose contra pared. No importa cuán pacientes sean.

Iba a responder cuando escuché la voz.

—¿Buenos días?

Julián Palacios estaba en la entrada, cargando una caja de equipo científico, con lentes de sol en la cabeza, camisa de lino blanca (porque los biólogos marinos aparentemente tienen uniforme informal), y esa sonrisa de persona que acaba de hacer descubrimiento importante.

—Julián —saludé—. Temprano hoy.

—Es que tengo noticias emocionantes y no podía esperar hasta el almuerzo para compartirlas.

—¿Encontraste tu langosta extinta?

—¡SÍ! Bueno, no YO personalmente. Mi equipo de buzos. Pero encontramos población saludable en los arrecifes del norte. Maritza, esto es ENORME. Vamos a poder establecer zona de protección, cambiar regulaciones de pesca, tal vez hasta atraer turismo de investigación...

Su entusiasmo era contagioso. Imposible no sonreír cuando alguien hablaba de su pasión con tanta intensidad.

—Eso es maravilloso, Julián. De verdad.

—¿Verdad? Y quería agradecerte.

—¿Agradecerme a mí? Yo no hice nada.

—Me diste perspectiva local. Me hablaste de los patrones de pesca de la isla, de dónde los pescadores evitaban ir, de las leyendas sobre "zonas embrujadas". Toda esa información me llevó a las áreas correctas.

—Yo solo chismeé contigo sobre supersticiones de pescadores.

—El chisme es antropología aplicada. Y fue invaluable.

Doña Fina tosió. Fuerte. Con intención.

—Oh, perdón —Julián se dio cuenta de que interrumpía trabajo—. No quería molestar. Solo... quería compartir las buenas noticias. Y también... —se puso un poco rojo— quería invitarte oficialmente a la expedición del sábado. Sé que Roxana ya va, pero pensé que tal vez tú también querrías ver los arrecifes. Como agradecimiento por tu ayuda.

Antes de que pudiera responder, Martillo entró. Para pedir segundos, aparentemente. O para interrumpir, depende de la interpretación.

—Perdón, no quiero interrumpir —dijo, aunque claramente sí quería interrumpir.

—No interrumpes —respondí rápido. Tal vez demasiado rápido—. Julián solo me estaba invitando a una expedición de buceo el sábado.

—Ah —dijo Martillo. Solo eso. "Ah". Pero cargado de significado—. Suena interesante.

—Lo es —afirmó Julián, ajeno a la tensión—. Vamos a explorar ecosistemas únicos. ¿Tú buceas, Martillo?

—No. El agua y yo tenemos acuerdo: yo la respeto desde la orilla, ella no me ahoga.



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En el texto hay: humor, romance, amor

Editado: 25.11.2025

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