El pusandao de jaiba no es un plato. Es un ritual. Una declaración. Un acto de intimidad culinaria que mi abuela Carmela solo preparaba para ocasiones que cambiaban vidas: bodas, reconciliaciones, y esas conversaciones que definían futuros.
Es complicado. Lleva tiempo. Requiere jaiba fresca (el cangrejo azul del Caribe que tiene que estar vivo cuando empiezas a cocinarlo, porque así es la vida: cruda y honesta). El animal se limpia, se parte, y se cocina lentamente en un guiso de leche de coco, ají dulce, culantro, ajo, cebolla, tomate, y ese toque de pasta de achiote que le da color dorado como atardecer.
Pero lo que hace especial al pusandao no son los ingredientes. Es el tiempo. Tres horas de cocción lenta. Tres horas donde no puedes apurarlo, no puedes fingirlo, no puedes mentirle. O está perfecto o está arruinado.
Como las relaciones.
Había decidido algo después de la noticia del médico, después del colapso en el ferry, después de los mensajes de Martillo: si solo me quedaban dos meses, iba a usar ese tiempo sabiamente. Y sabiamente significaba acelerar mi evaluación sin perder autenticidad.
Doña Fina me encontró el sábado por la mañana en el mercado, comprando jaibas vivas.
—¿Qué haces?
—Comprando jaibas.
—Veo eso. La pregunta es ¿POR QUÉ?
—Voy a hacer pusandao.
Se quedó paralizada.
—El pusandao de tu abuela.
—El mismo.
—Maritza, ese plato es sagrado. Tu abuela solo lo hacía para...
—Para conversaciones importantes. Lo sé. Por eso lo hago.
—¿Para quién?
Respiré profundo.
—Para tres personas. Tres cenas diferentes. Tres conversaciones honestas.
—¿Y esas tres personas son...?
—Los tres Meros finales. Rafael, Vicente, y Martillo.
Doña Fina casi deja caer su bolsa de compras.
—Espera. ¿Vas a cocinar pusandao para TRES hombres? ¿En cenas separadas? ¿Como... prueba final?
—Como oportunidad de honestidad. El pusandao es tan íntimo que las personas bajan sus defensas. Dicen la verdad. Y yo necesito verdad. Especialmente ahora que mi tiempo es limitado.
—Maritza...
—No me juzgues. Sé que suena loco. Pero es mi mejor opción. Cocino para ellos mi mejor plato, creamos espacio íntimo, y veo quién realmente es compatible conmigo. Sin juegos. Sin pretensiones.
—¿Y empiezas con Rafael? ¿El ingeniero snob que descartaste hace semanas?
—Empiezo con Rafael porque necesito confirmar que tomé la decisión correcta descartándolo. Es mi grupo de control científico.
—Esta niña va a matarme.
Compré suficientes jaibas para tres porciones épicas. Don Tulio me miró como si estuviera loca.
—Maritza, ¿pusandao? ¿En noviembre?
—¿Hay temporada incorrecta para pusandao?
—No. Pero hay contexto incorrecto. El pusandao de tu abuela era para compromisos. Bodas. Anuncios grandes.
—Lo sé.
—¿Y tú estás...?
—Estoy investigando. Nada más.
—Ajá. Claro. Investigación que requiere el plato más romántico del Caribe. Totalmente normal.
Me fui con mis jaibas, ignorando su sarcasmo.
Esa tarde, preparé la primera porción. Limpié las jaibas (proceso traumático que siempre me hacía cuestionar mi humanidad). Las cociné lentamente. Vi cómo el guiso tomaba ese color dorado perfecto. Olí cómo el aroma llenaba mi cocina con promesas de calidez y hogar.
Y después llamé a Rafael.
—¿Maritza? ¿Todo bien?
—Todo bien. Solo quería... bueno, sé que las cosas terminaron raras entre nosotros. Y pensé que tal vez podríamos tener una cena. Como adultos. Sin rencores.
Silencio del otro lado.
—¿Cena?
—Sí. Mañana domingo. Mi casa. Siete de la noche. Voy a cocinar algo especial.
—¿Por qué el cambio de corazón?
—Digamos que... estoy reevaluando decisiones. Y quiero darte oportunidad justa.
—Wow. Okay. Sí. Acepto. ¿Traigo algo?
—Solo a ti. Y mente abierta.
—Puedo hacer eso.
Colgué sintiéndome como científica loca preparando experimento que probablemente explotaría en mi cara.
Doña Fina apareció en mi puerta a las seis de la tarde del domingo.
—Vine a asegurarme de que no hagas algo de lo que te arrepientas.
—¿Como qué?
—Como acostarte con Rafael solo porque tu reloj biológico está en cuenta regresiva.
—¡DOÑA FINA!
—¿Qué? Soy vieja. Puedo decir cosas así.
—No voy a acostarme con nadie. Solo voy a cocinar, conversar, y evaluar compatibilidad.
—Ajá. Con el plato más seductor que existe.
—El pusandao no es seductor. Es honesto.
—El pusandao es AMBOS. Por eso es peligroso.
Rafael llegó a las siete en punto. Camisa blanca. Pantalones planchados. Colonia cara. Flores en la mano.
—Wow —dije al abrir la puerta—. Flores.
—Pensé que era apropiado. Ya sabes, para cena formal.
—Esto no es cena formal. Es... conversación con comida.
—Aun así. Las flores parecían buena idea.
Eran bonitas. Rosas rojas. Cliché pero bonitas.
—Gracias. Pasa.
Mi casa era simple. Dos habitaciones. Sala pequeña. Cocina que había convertido en mi templo personal. Pero había limpiado. Puesto velas (decisión de la que ya me arrepentía porque daba vibra demasiado romántica). Y la mesa estaba puesta para dos.
—Huele increíble —dijo Rafael, mirando alrededor—. ¿Qué cocinaste?
—Pusandao de jaiba. Plato tradicional de la isla.
—Nunca lo he probado.
—Muy poca gente lo ha probado. Es... especial.
Nos sentamos. Serví el pusandao en platos hondos. El guiso dorado. Los pedazos de jaiba asomando como tesoros. El aroma llenando el espacio entre nosotros.
Rafael probó el primer bocado. Cerró los ojos. Suspiró.
—Dios mío.
—¿Bueno?
—Esto es... no tengo palabras. Es como si todos los sabores del mar se casaran con la tierra y tuvieran bebé perfecto.
Sonreí a pesar de mí misma.
—Esa es la descripción más rara y precisa que he escuchado.
—¿Cómo lo haces? El balance de sabores es perfecto.
Editado: 25.11.2025