El pusandao nunca miente. Es su naturaleza. La cocción lenta, la combinación de ingredientes honestos, el tiempo que requiere... todo conspira para crear ambiente donde las máscaras se caen y la verdad emerge como el aceite en el caldo.
Pero a veces, la verdad no es lo que esperabas.
Vicente había aceptado la invitación con entusiasmo que me hizo sentir culpable antes de empezar. Llegó a las siete en punto del lunes, con flores (otra vez, ¿por qué los hombres asumían que las cenas requerían flores?), una botella de vino barato pero bien intencionado, y esa sonrisa de esperanza que solo tienen las personas que creen que sus sueños están a punto de hacerse realidad.
—Maritza —dijo, extendiendo las flores como ofrenda—. Gracias por invitarme.
—Gracias por venir.
—¿Bromeas? He estado esperando esto desde... bueno, desde que te conocí.
Primera punzada de culpa.
—Pasa. La comida está casi lista.
Mi casa olía a pusandao. Ese aroma único que mezclaba mar, tierra, especias, y promesas. Vicente cerró los ojos al entrar.
—Huele como si mi abuela hubiera vuelto de la muerte.
—¿Tu abuela cocinaba pusandao?
—No. Pero olía así de bien cuando cocinaba. Como hogar. Como familia.
Segunda punzada de culpa.
Lo senté. Le serví. Observé cómo probaba el primer bocado y su rostro se iluminaba con esa expresión de "esto es lo mejor que he comido en mi vida".
—Maritza, esto es... no tengo palabras.
—No necesitas palabras. El pusandao se aprecia en silencio.
Comimos. Y en el silencio, algo extraño pasó: Vicente dejó de ser "el viudo adorador" y se convirtió en... persona. Humano completo. Con historia, profundidad, y esa dulzura genuina que había estado ahí todo el tiempo pero yo estaba demasiado ocupada buscando "chispa" para notar.
—¿Puedo preguntarte algo? —dije después del tercer bocado.
—Cualquier cosa.
—¿Por qué yo? De todas las mujeres de esta isla, del continente, del mundo... ¿por qué fijarte en mí?
—¿Quieres la respuesta honesta o la que me hace sonar menos patético?
—Siempre honesta.
—Porque me recuerdas a mi esposa.
No esperaba eso.
—¿A tu esposa?
—No físicamente. Pero en espíritu. María cocinaba como tú. Con amor. Con intención. Como si cada plato fuera declaración. Y cuando murió, pensé que nunca volvería a sentir eso. Esa sensación de ser alimentado no solo con comida sino con cuidado.
—Vicente...
—Y después te conocí. Y el primer día que probé tu sancocho, lloré. No porque estaba triste. Sino porque era la primera vez en dos años que sentía... esperanza. De que tal vez podía volver a tener eso. No reemplazar a María. Nunca podría. Pero tal vez... encontrar nueva versión de felicidad.
Mi corazón se partió un poco.
—Eso es hermoso y triste al mismo tiempo.
—Es honesto. Que es lo que pediste.
—¿Y qué quieres ahora? De la vida. De una relación.
—Quiero... —pausó, pensando— quiero despertar y no sentir ese vacío. Quiero cocinar para alguien además de mí. Quiero conversación sobre el día. Quiero rutina simple. Nada extravagante. Solo... compañía. Amor tranquilo.
Era perfecto. Era exactamente lo que cualquier mujer cuerda querría.
Excepto que no era lo que YO quería.
—Vicente, ¿quieres hijos?
—¿Hijos? No. Ya crié dos. Ya están adultos. Hice mi parte en eso. Ahora quiero paz. Tranquilidad. Tiempo para nosotros.
Y ahí estaba. La verdad completa.
Vicente quería segunda parte de su vida. Yo estaba apenas empezando la mía con urgencia biológica.
—¿Y eso es malo? —preguntó, notando mi expresión—. ¿Que no quiera más hijos?
—No es malo. Es honesto. Y aprecio eso.
—Pero no es lo que quieres escuchar.
—No.
—¿Quieres hijos?
—Desesperadamente. Y pronto. No tengo lujo de tiempo.
—Ah. Entiendo.
Comimos en silencio incómodo. El pusandao haciendo su trabajo: revelando incompatibilidades fundamentales.
—Maritza, puedo preguntarte algo ahora?
—Claro.
—¿Hay alguien más? ¿Es por eso que me invitaste? ¿Para confirmar que no soy el indicado?
Maldita percepción.
—Hay... posibilidades. Pero principalmente te invité porque quería darte oportunidad justa. Sin distracciones. Sin otros candidatos en mente. Solo tú y yo y conversación honesta.
—¿Y la conclusión?
—Que eres hombre maravilloso. Estable. Amoroso. Leal. Vas a hacer muy feliz a alguien que esté en tu misma etapa de vida.
—Pero no tú.
—Pero no yo.
Dejó el tenedor. Suspiró profundo.
—Sabes, parte de mí sabía esto. Desde el principio. La manera en que me mirabas vs la manera en que mirabas a otros. Especialmente a Martillo.
—Vicente...
—No. Está bien. Prefiero saber la verdad. María siempre decía que la peor prisión es la esperanza falsa. Al menos ahora puedo... seguir adelante.
—Lo siento.
—No te disculpes. Hiciste lo correcto. Fuiste honesta. Eso es más de lo que muchas personas hacen.
—¿Podemos seguir siendo amigos?
—Eventualmente. Pero necesito tiempo. ¿Okay? No puedo verte todos los días en el comedor y fingir que no me duele.
—Entiendo.
—¿Puedo terminar el pusandao? Aunque me esté rompiendo el corazón, está demasiado bueno para desperdiciarlo.
Me reí a través de lágrimas que no esperaba.
—Por supuesto.
Terminamos la cena. Conversamos sobre cosas superficiales. Sus hijos. Mi familia. La isla. Como si no acabáramos de terminar algo antes de empezar.
Y cuando se fue, me abrazó. Largo. Fuerte.
—Gracias por la honestidad. Y por el pusandao. Voy a recordar esta noche como la vez que alguien me trató con suficiente respeto para decir la verdad.
—Vicente, vas a encontrar a alguien. Lo prometo.
—Tal vez. O tal vez no. Pero al menos no voy a desperdiciar tiempo persiguiendo a alguien que claramente ama a otro.
Y se fue.
Dejándome con platos sucios, culpa limpia, y claridad dolorosa.
Editado: 25.11.2025