Cómo pescar esposo (concurso Rom Com)

CAPÍTULO 15: Martillo Torres Viene por Segundos

La langosta al ajillo es un plato de lujo. No porque sea caro (aunque lo es), sino porque requiere delicadeza extrema. La langosta se sobrecocina en segundos. Un minuto extra y se vuelve goma. Muy poco tiempo y está cruda. El ajillo debe ser perfecto: tostado pero no quemado, aromático pero no dominante, complementario pero no competitivo.

Es el plato que cocinas cuando quieres impresionar.

O cuando estás aterrada y necesitas esconderte detrás de algo espectacular.

Era martes por la mañana. La cena con Martillo era esa noche a las siete. Y yo estaba teniendo crisis existencial preparando el desayuno.

—Estás quemando el aceite —observó Doña Fina.

—No estoy quemando nada.

—El humo negro sugiere lo contrario.

Mierda. Tiré el aceite y empecé de nuevo.

—Estás nerviosa.

—No estoy nerviosa.

—Maritza, te conozco hace dos meses. Nunca quemas aceite. Nunca. Ni cuando la tormenta casi destruye el comedor. Ni cuando Rafael te molestó. Nunca. Excepto hoy. El día de tu cena con Martillo.

—Es solo una cena.

—Es LA cena. La última. La que decide todo.

—No me presiones.

—No te presiono. Solo observo que estás a punto de explotar.

Tenía razón. Mi ansiedad estaba a niveles de "por favor, tierra, trágame ahora".

El desayuno pasó en borrón. Serví mecánicamente. Sonreí automáticamente. Respondí preguntas sin realmente escuchar.

Hasta que él llegó.

Martillo entró al comedor a las seis y media de la mañana. Temprano incluso para él. Con expresión que mezclaba determinación y nerviosismo en partes iguales.

—Buenos días —saludó.

—Buenos días.

—¿Dormiste bien?

—Terrible. ¿Tú?

—Peor. Pero es tu culpa.

—¿Mi culpa?

—Me tienes en suspenso con esa "conversación importante" que mencionaste. He imaginado como cien escenarios diferentes.

—¿Y?

—Y en ninguno de ellos logro predecir qué vas a decir. Eres... impredecible.

—¿Es eso bueno o malo?

—Es aterrador. Y perfecto.

Mi corazón hizo su cosa estúpida de mariposas y fuegos artificiales.

—Martillo, sobre esta noche...

—¿Vas a cancelar?

—No. Solo... quiero que sepas que va a ser intenso. Conversación real. Sin filtros.

—Maritza, llevo meses esperando conversación real contigo. Lo intenso no me asusta.

—Debería.

—Pero no lo hace.

Le serví desayuno. Él lo comió sin quitarme los ojos de encima. Como si estuviera memorizando mi cara para examen futuro.

—¿Por qué me miras así? —pregunté finalmente.

—Porque mañana todo puede ser diferente. Para bien o para mal. Y quiero recordar cómo te ves hoy. Antes.

—¿Antes de qué?

—Antes de lo que sea que vas a decir esta noche que va a cambiar todo.

Se fue sin esperar respuesta. Dejándome con corazón acelerado y manos temblorosas.

Doña Fina apareció a mi lado inmediatamente.

—¿Viste eso?

—Vi.

—Ese hombre sabe que algo grande está pasando. Y está listo.

—¿Cómo sabes que está listo?

—Porque no huyó. Porque no hizo chistes para aliviar tensión. Porque te miró como si fueras a declarar guerra o amor y él estaba preparado para ambos.

—Doña Fina, estoy aterrada.

—Lo sé.

—¿Y si arruino esto?

—¿Y si no lo arruinas?

—Pero mi historial...

—Tu historial fue con hombres incorrectos. Martillo no es incorrecto. Es diferente.

—Y diferente significa peligroso para mi corazón ya maltratado.

—O diferente significa correcto finalmente.

El día pasó en agonía lenta. Cada hora era eternidad. Cada minuto una tortura.

A las tres de la tarde, cerré el comedor temprano.

—¿Qué haces? —preguntó Doña Fina.

—Necesito tiempo para prepararme. Física y mentalmente.

—¿Qué vas a cocinar?

—Langosta al ajillo. Y pusandao de jaiba.

—¿AMBOS?

—Langosta para impresionar. Pusandao para honestidad. Ambos necesarios.

—Niña, vas a matarlo con colesterol antes de que pueda declararse.

—Si sobrevive la comida, puede sobrevivir la conversación.

Fui al mercado. Compré dos langostas vivas del tamaño de mis antebrazos. Don Tulio casi se desmaya.

—Maritza, ¿langosta Y jaiba en un día?

—Sí.

—¿Para quién?

—Para alguien importante.

—¿Qué tan importante?

—Importante de vida-o-muerte.

—Ay, muchacha. Ve con Dios entonces.

Regresé a casa. Limpié como poseída. Puse velas (otra vez, porque aparentemente había decidido que el romanticismo requería fuego). Cambié las sábanas de mi cama (solo por si acaso, aunque morir de vergüenza era más probable que cualquier otra cosa).

Me duché. Me puse mi mejor blusa. La verde esmeralda. La que Yolanda decía que hacía que mis ojos brillaran. Me maquillé. Poco. Suficiente para verme intencional pero no desesperada.

Y después me senté a esperar.

Seis y media. Nada.

Seis cuarenta y cinco. Pánico.

Seis cincuenta. Terror absoluto.

Toc toc toc.

Siete en punto exacto.

Abrí la puerta.

Y ahí estaba.

Martillo Torres. Con camisa que claramente era nueva. Pantalones planchados. Cabello todavía húmedo de ducha. Sin flores (gracias a Dios). Sin vino. Solo él.

Y una expresión que mezclaba vulnerabilidad y determinación de manera devastadora.

—Hola —dijo.

—Hola.

—Llegué a tiempo.

—Perfectamente a tiempo.

—¿Puedo...?

—Pasa. Por favor.

Entró. Miró alrededor. Vio las velas. La mesa puesta. El esfuerzo obvio.

—Wow.

—¿Demasiado?

—Es perfecto.

—¿Seguro? Porque puedo apagar las velas si...

—Maritza, es perfecto. Tú eres perfecta. Esto es... —pausó, buscando palabras— esto es más de lo que esperaba y exactamente lo que quería al mismo tiempo.

—Todavía no has probado la comida.

—No hablo de la comida.

Oh.

OH.

—Siéntate. Voy a servir.

Fui a la cocina con piernas que apenas funcionaban. Respiré profundo. Conté hasta diez. Y empecé a servir.



#2370 en Novela romántica
#733 en Otros
#305 en Humor

En el texto hay: humor, romance, amor

Editado: 25.11.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.