El pusandao de jaiba, la tercera y última porción, es el más importante. El primero fue para eliminar. El segundo para confirmar. Pero el tercero... el tercero es para comprometerse.
Mi abuela Carmela solo lo cocinaba cuando estaba segura. Cuando había tomado decisión que cambiaría vida. Cuando estaba lista para decir sí.
Y hoy, domingo por la tarde, estaba preparando mi tercer pusandao.
Para Martillo.
Habían pasado dos semanas desde nuestra conversación. Dos semanas de construir algo diferente. Más lento. Más intencional. Sin cronómetros. Sin presión.
Bueno, menos presión.
Porque mi ventana fértil oficialmente se cerraba en tres días. Y aunque había hecho las paces con eso, aunque había decidido que estaba bien con cualquier resultado...
Igual había esperanza. Pequeña. Frágil. Pero ahí.
Estaba limpiando las jaibas (proceso que nunca se hacía más fácil) cuando Martillo entró al comedor. Era domingo. Día libre. No tenía razón para estar ahí.
—Hola —saludó.
—Hola. ¿Qué haces aquí?
—Necesito pedirte algo.
Mi corazón se aceleró.
—¿Qué?
—¿Puedes cerrar temprano hoy? Quiero hablar contigo. A solas. Sin interrupciones.
—El domingo siempre cierro temprano. A las tres.
—Perfecto. ¿Puedo venir a las tres?
—Martillo, estás siendo misterioso. Me asustas.
—No es nada malo. Prometo. Solo... necesito decir cosas. Cosas importantes.
—¿Puedes darme adelanto?
—No. Porque si te digo ahora, lo voy a arruinar. Necesito hacerlo bien. Por una vez en mi vida, necesito hacerlo completamente bien.
—Okay. Tres de la tarde. Aquí.
—Perfecto. —Me besó rápido en los labios— Te veo en unas horas.
Y se fue. Dejándome con corazón acelerado y jaibas sin limpiar.
Doña Fina apareció de la cocina con expresión de "escuché todo y tengo opiniones".
—Ese hombre va a declararse.
—No seas ridícula. Llevamos dos semanas oficiales. Nadie se declara tan rápido.
—Ese hombre lleva dos meses enamorado de ti. Las dos semanas oficiales son tecnicismo.
—Doña Fina...
—Maritza, ¿por qué estás preparando pusandao?
—Porque... —me detuve. Porque tenía razón— porque es domingo y quería cocinar algo especial.
—Ajá. Claro. Y casualmente es el plato de compromiso de tu abuela. Pura coincidencia.
—Tal vez.
—O tal vez ambos están en la misma página y ustedes dos tercos finalmente van a admitirlo.
Terminé de preparar el pusandao. Tres horas de cocción lenta. Tres horas de anticipación torturante. Tres horas de preguntarme qué diablos Martillo iba a decir.
A las tres en punto, cerré el comedor. Los últimos clientes se fueron. Doña Fina se fue (después de darme abrazo de "suerte, aunque no la necesitas").
Y me quedé sola. Esperando.
Martillo llegó a las tres y cinco. Con camisa que claramente era nueva. Pantalones planchados. Cabello peinado con más cuidado del usual.
—Te ves bien —dije.
—Tú también. —Pausa— Huele increíble. ¿Qué cocinaste?
—Pusandao de jaiba. El último. El tercero.
—¿Y qué significa el tercero?
—Eso depende de la conversación que vamos a tener.
—Justo. —Respiró profundo— ¿Podemos sentarnos?
Nos sentamos. En la misma mesa donde habíamos tenido primera cena oficial. Donde había confesado mi plan loco. Donde todo había empezado realmente.
Serví dos platos. El pusandao dorado. Perfecto. Prometedor.
—Antes de comer —dijo Martillo—, necesito decir cosas. Y necesito decirlas sin interrupciones. ¿Puedes hacer eso?
—¿No interrumpir? Eso va contra mi naturaleza.
—Lo sé. Pero inténtalo. Por favor.
—Okay.
Dejó su tenedor. Me miró directo a los ojos. Con intensidad que me desarmaba.
—Maritza, necesitas saber algunas cosas sobre mí. Cosas que tal vez sabes pero no completamente.
—Te escucho.
—Estoy divorciado hace tres años. Mi ex esposa, Carolina, es buena mujer. Buena madre. Pero éramos... incompatibles. Yo quería estabilidad. Ella quería aventura. Yo quería raíces. Ella quería alas. Ninguno estaba equivocado. Solo éramos diferentes.
—Lo entiendo.
—El divorcio fue... feo. No violento. Pero feo emocionalmente. Peleamos por custodia. Por dinero. Por quién era culpable. Y en medio de todo eso, Isabella sufría. Nuestra hija. Viéndonos destruir lo que habíamos construido.
—Martillo...
—Déjame terminar. Después del divorcio, decidí que no volvería a hacer eso. No volvería a comprometerme a menos que estuviera seguro. Absolutamente seguro. Porque Isabella no merece otro fracaso. Y yo... yo no podía sobrevivir otro.
—Lo entiendo.
—Y durante tres años, mantuve esa promesa. Salí con mujeres. Nada serio. Nada que durara más de dos meses. Porque en el momento que empezaba a sentir algo real, huía. Era más fácil estar solo que arriesgarme otra vez.
—¿Y ahora?
—Ahora te conocí. Y todo se fue al carajo.
Me reí a pesar de la seriedad del momento.
—Gracias. Creo.
—No es chiste. Maritza, tú destruiste cada defensa que construí. Cada pared. Cada excusa de por qué no debía comprometerme. Y lo hiciste sin intentarlo. Solo siendo... tú.
—Martillo...
—No terminé. Vengo a Isla Salazón cada vez que puedo. Cada proyecto que acepto, busco razón para volver. Y durante años pensé que era porque me gustaba el mar. La tranquilidad. La distancia de mi vida complicada en la ciudad.
—¿Pero?
—Pero después te conocí. Y entendí que no era la isla. Eras tú. Tu comedor. Tu comida. Tu risa. Tu manera de ver el mundo como si fuera gran cocina esperando ser explorada. Tú eras la paz que buscaba. Tú eras la razón.
Las lágrimas empezaron a caer sin mi permiso.
—Martillo...
—Y sé que no soy premio perfecto. No soy poeta como Julián. No tengo educación fancy como Rafael. No tengo palabras bonitas o gestos románticos de telenovela. Pero sé construir cosas que duran. Casas. Puentes. Estructuras que resisten tormentas y tiempo. Y Maritza... —su voz se quebró— creo que contigo podría construir algo que dure para siempre.
Editado: 25.11.2025