Un banquete no es sobre cantidad. Es sobre intención. Sobre tomar todos los platos que significan algo y presentarlos juntos. No para impresionar. Sino para celebrar. Para decir: "Esto soy yo. Completa. Con todos mis sabores. Mis dulces y mis salados. Mis suaves y mis picantes. Todo."
Era Nochebuena. Tres semanas desde la declaración de Martillo. Tres semanas de construir algo sin cronómetros. Sin misiones. Solo... nosotros.
Y mi ventana fértil se había cerrado hace dos semanas.
Sin bebé.
Al menos, no todavía. Porque la vida, como la cocina, tiene su propio timing. Y no siempre es el que planeamos.
Pero estaba... bien. No "perfectamente feliz sin consecuencias". Sino genuinamente en paz. Dolía. Claro que dolía. Pero no era dolor que me destruía. Era dolor que podía llevar. Porque no estaba sola llevándolo.
Había decidido hacer banquete. Un banquete ridículo. Innecesario. Glorioso.
Todos los platos emblemáticos que habían marcado este viaje:
Ocho platos. Para ocho personas. Mi familia extendida de Isla Salazón.
Yolanda y su familia. Doña Fina. Roxana (recuperándose, más fuerte cada día). Martillo. Isabella (que había llegado ayer y ya me había robado el corazón). Y yo.
—Tía Maritza, ¿por qué estás cocinando tanto? —preguntó Carlitos, ayudándome a pelar camarones.
—Porque es Nochebuena. Y porque tengo cosas que celebrar.
—¿Como qué?
—Como sobrevivir. Como encontrar familia. Como aprender que a veces lo que buscas no es lo que necesitas, pero lo que encuentras es mejor.
—Eso es muy profundo para Nochebuena.
—Lo robé de telenovela.
—Lo sabía.
Martillo llegó a las cuatro con Isabella. La niña era versión femenina de él. Seria pero con esa calidez escondida que solo salía cuando se sentía segura. Y aparentemente, yo la hacía sentir segura.
—Huele rico —dijo tímidamente.
—Gracias, Isabella. ¿Te gustan los camarones?
—Me encantan.
—Perfecto. Porque voy a enseñarte a hacer las mejores empanadas de camarón del mundo.
Sus ojos se iluminaron.
—¿De verdad?
—De verdad. Pero primero tienes que prometer algo.
—¿Qué?
—Que si tu papá intenta ayudar, te rías de sus intentos torpes. Porque él es maestro de obra, no maestro de cocina.
Martillo protestó:
—Oye, no soy TAN malo.
—Amor, la semana pasada quemaste agua hirviendo. AGUA.
—Fue... un malentendido con el fuego.
Isabella se rió. Esa risa de niña que suena como campanitas.
—Papá es terrible cocinando. Mami siempre dice que es milagro que no nos haya envenenado.
—Tu mami tiene razón.
—Oigan, las dos contra mí no es justo —protestó Martillo, pero sonreía. Esa sonrisa completa que solo aparecía cuando su hija estaba cerca.
Las horas pasaron en caos hermoso. Cocina llena de gente. Carlitos peleando con Isabella por quién pelaba camarones más rápido. Yolanda regañándome por cocinar demasiado. Doña Fina dirigiendo tráfico como general. Roxana haciendo ensalada (lo único que podía hacer sin quemar).
Y Martillo... Martillo tratando de ayudar y fallando espectacularmente.
—¿Cómo corto la cebolla? —preguntó.
—En cubos pequeños.
—¿Qué tan pequeños?
—Del tamaño de... —busqué comparación— del tamaño de tu paciencia cuando estás en tráfico.
—Entonces microscópicos.
—Exacto.
Cortó. O intentó cortar. El resultado fue masacre de cebolla. Pedazos desiguales. Algunos enormes. Otros pulverizados.
—¿Sirve?
—Sirve para demostrar que tu talento está en construir edificios, no en cocina.
—¿Tan malo está?
—Isabella, ven a ver esto.
La niña se acercó, miró el trabajo de su padre, y explotó en carcajadas.
—¡Papá! ¡Parece que atacaste la cebolla!
—Estaba siendo agresivamente entusiasta.
—Estabas siendo agresivamente incompetente —corregí—. Pero te amo de todas formas.
Silencio.
Todos se detuvieron. Porque era primera vez que decía "te amo" en voz alta. Frente a todos. Sin filtros. Sin miedo.
Martillo me miró con expresión que mezclaba sorpresa y ternura.
—¿Acabas de decir que me amas?
—Frente a tu hija, mi familia, y una cebolla masacrada. Sí. Lo dije.
—¿Y lo dices en serio?
—Lo digo tan en serio como en serio puedo estar mientras sostengo cuchillo afilado.
Se acercó. Me besó. Ahí mismo. En mi cocina. Con todos mirando.
E Isabella, en lugar de hacer cara de asco como niños hacen, sonrió.
—¿Entonces Maritza va a ser mi madrastra?
—Bella... —empezó Martillo, nervioso.
—Porque si lo es, está bien. Cocina rico. Y hace reír a papá. Y eso es bueno.
Mi corazón se derritió completamente.
—No soy tu madrastra, Isabella. Soy... amiga de tu papá que te quiere mucho y que espera conocerte mejor.
—¿Puedo llamarte Maritza?
—Puedes llamarme como quieras.
—Entonces te llamo Mari. Como tía Yoli te llama.
—Perfecto.
Yolanda lloraba abiertamente en la esquina.
—¿Por qué lloras? —le pregunté.
—Porque mi hermana finalmente encontró su lugar. Y es hermoso.
—Yoli...
—Cállate y cocina. Y después brindamos.
La cena fue caos perfecto. Demasiada comida. Demasiada gente. Demasiado amor para un comedor pequeño.
Pero funcionó.
Cada plato contaba historia. Y mientras comíamos, las contaba.
—Este ceviche —dije, levantando copa— es donde empezó todo. El día que recibí llamada que cambió mi vida.
Editado: 25.11.2025