Como servir a una divinidad y no morir en el intento

El día en que fui nombrada

“No era la mejor. Pero era mía. Y eso bastaba.”

Despertar no era tan simple como abrir los ojos. Primero venía el lamento habitual de la bisagra, ese chirrido suave que parecía repetir cada mañana la misma queja, como si la cama se resistiera a soltarla. Luego, el aire frío se colaba por las rendijas y le mordía la nariz, rasgando su capullo de calor. Después llegaba la presión: ese abrazo mullido y pegajoso de las mantas, como si alguien la hubiera envuelto dentro de un pastel de crema y se hubiera olvidado de sacarla.

Abrió los ojos con un leve jadeo. Sobre su cabeza, la tapa del lecho mostraba el patrón de rendijas rectangulares que dejaban pasar apenas lo justo de luz y oxígeno. Por ellas se colaban haces blancos que parpadeaban al ritmo irregular de la lámpara suspendida. Era su habitación, o algo parecido: un espacio estrecho, de color blanco hueso, con una lámpara flotante sin base visible y un perchero donde su uniforme aparecía limpio cada día, aunque jamás supo quién lo lavaba. El aire olía a madera seca, pero en días como ese tenía un regusto metálico, como a hierro.

—Ay no... no, no, no... —dijo con voz quebrada—. ¡Ya es tarde...!

Se levantó demasiado rápido. Lo suficiente como para tropezar con el mundo.
Su cuerpo reaccionó antes que su equilibrio, y en su apuro olvidó que aún estaba enrollada en las sábanas. Dio un paso, luego medio más, y cayó de cara contra el piso.

—¡Agh! ¡Ay no... no otra vez...! —balbuceó mientras se revolcaba como un gusano torpe tratando de zafarse de su capullo

Las sábanas la envolvían como si no quisieran dejarla ir. Una de ellas se enredó entre sus piernas. Otra se le subió a la cabeza. Su pie izquierdo se atascó dentro de la manga del camisón y estuvo a punto de perder una media en el proceso. Cuando por fin logró incorporarse —medio despeinada, medio vencida—, se quedó unos segundos quieta, mientras jadeaba por el esfuerzo.

—Gane... eso creo... —susurró al vacío.

El uniforme estaba colgado justo donde siempre. Aunque no recordaba haberlo preparado la noche anterior. Todo limpio. Todo planchado. Todo como siempre.

Vestía un uniforme oscuro y meticuloso, diseñado no para comodidad, sino para imponer postura. La camisa blanca, cerrada hasta el cuello, estaba adornada por un lazo negro anudado con precisión, como si cada pliegue hubiera sido revisado dos veces. Sobre ella, un corsé rígido abrazaba su torso, decorado con costuras doradas que descendían en forma de espina hasta el vientre. Una capa corta, del mismo tono oscuro, cubría sus hombros y parte de la espalda, con bordados que repetían el mismo patrón que la cintura. El conjunto se completaba con pantalones entallados que le daban un aire casi ceremonial y unas zapatillas negras que no tenían brillo.

Se lo puso con movimientos rápidos, pero meticulosamente medidos. Empezaba siempre por las medias, deslizándolas con cuidado antes de colocarse la camisa, ajustando luego el corsé con precisión casi milimétrica. El pantalón iba después, ajustado hasta que no quedara una arruga fuera de lugar. Finalmente, alisaba las mangas con las yemas de los dedos y se colocaba la capa sobre los hombros, dejando que cayera con su peso acostumbrado.

Siempre en ese orden.

Siempre con la sensación de que alguien más lo había hecho antes por ella, y ahora solo debía repetir el proceso.

Después fue al espejo. O lo que se asemejaba a uno.

El marco era plateado, tallado con formas de leones que parecían moverse si uno no los miraba directo. El cristal, sin embargo, estaba cubierto por un velo blanco, bordado con símbolos curvos y puntos como lágrimas. Una vez pensó en quitarlo... pero sintió una punzada en el estómago, fue tan intensa que no volvió a tener ese deseo.

Nunca más lo intentó.

—Me veo... bien... ¿no? —murmuró, hablándole al velo como si esperara respuesta.

Se arregló el cabello sin mirar, confiando en el tacto. Peinó los extremos de su pelo hasta que dejaron de rebelarse, asegurándose de verse lo mejor posible. Antes de salir, tomó su pequeño cuaderno negro que reposaba detrás de su cama. Al abrirlo, leyó la frase que estaba inscrito al comienzo de este.

“Tu rostro no es tuyo aún.”

Se quedó un instante mirando la página. Sonrió. lo deslizó en un pequeño bolsillo oculto bajo el forro de su corsé.

—Bien... es hora de trabajar.

Abrió la puerta con ambas manos, como si pesara más de lo que una simple bisagra debería permitir. Al otro lado no la esperaba el gran corredor principal de la mansión —luminoso, recto y bien decorado—, sino el otro. Su pasadizo.

Estrecho, de muros oscuros y pequeños. Llenos de tuberías que zumbaban todo el día, el suelo no era del todo plano, las paredes no eran del todo paralelas, y el techo en algunas partes bajaba tanto que debía encorvarse. No sabía por qué no podía usar el camino amplio que recorrían de los invitados, pero tampoco lo preguntaba. Algunas cosas simplemente eran así en la casa de su señora.

Entonces escucho al reloj resonar: una, dos, tres veces.

—¡Oh no, olvidé que iba tarde! —soltó un chirrido aterrorizado, justo antes de lanzarse a tropezones al pasillo de abajo.

Corrió con pasos largos y urgentes, esquivando cada escalón torcido y cada viga baja con la familiaridad de quien ha vivido demasiadas mañanas iguales. Sabía dónde el suelo se volvía resbaladizo, dónde la baranda crujía como si se quejara, y dónde el aire olía vagamente a tinta y algo... que esperaba que fueran los baños.




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