Sandra.
—Tía, léeme un cuento —me pidió Zoé, la hija de seis años de mi hermano mayor. La tenía a mi cargo porque él y su esposa habían ido a la inauguración de una exposición de algún pariente lejano. Tan lejano, que no recordaban ni su nombre.
En realidad, me ofrecí voluntaria como niñera esta noche. No porque adoraba a mi sobrina y las responsabilidades infantiles, sino porque la alternativa era mucho peor: pasar la velada en casa de la madre de mi querido Boris y soportar sus interminables instrucciones sobre cómo convertirme en una esposa "decente". No, no es que la odiara. Solo que sus prioridades y las mías pertenecían a dimensiones paralelas que jamás se tocarían.
—¿Para qué quieres esas tonterías? —resoplé mientras le acomodaba la manta—. Los cuentos de hadas distorsionan la percepción de la realidad. Mejor te cuento algo útil, como qué hacer si...
—No —me interrumpió con un mohín—. Quiero un cuento de hadas sobre Cenicienta.
—¡Dios mío! —exclamé, fingiendo espanto—. ¿Cenicienta? ¿De verdad te gusta esa historia absurda sobre una muchacha que, en lugar de hacer lo lógico y asegurarse de conquistar al rey, se conformó con su hijo idiota?
Zoé parpadeó varias veces, confusa ante mi razonamiento.
—Pero el rey era viejo —dijo con cautela.
—Depende de cómo lo mires. Pero, si lo piensas bien, él es el personaje clave de la historia.
—¿Por qué? —preguntó, sin rendirse.
—Porque todo el reino se mantenía, gracias a él y cuando murió, seguro hubo una revolución y el príncipe terminó en el exilio. Y, claro, se llevó consigo a la pobre Cenicienta, que, por suerte, ya estaba acostumbrada a la miseria y trabajos duros. El rey no era tonto, querida, sabía que su hijo no tenía madera de gobernante. Por eso, entre todas las candidatas, eligió a la que mejor podía sobrevivir en circunstancias adversas. Nada en este mundo ocurre por casualidad.
Zoé frunció el ceño, tratando de procesar mi teoría conspirativa sobre el cuento de hadas más famoso del mundo.
—¿Por qué el príncipe termino en exilio? —preguntó, probablemente sin entender del todo la palabra "exilio".
Me quedé un segundo en silencio, calibrando una respuesta que encajara con mi teoría y sería entendida por una niña de seis años.
—Porque estaba enfermo.
—¿Enfermo?
—Bueno, ¿de qué otra manera se le puede llamar a un hombre que elige esposa basándose en el tamaño de su pie? —repliqué, encogiéndome de hombros—. Además, su vista definitivamente estaba mal, porque no reconoció a la chica con la que bailó toda la noche.
—¿Estaba ciego?
—Probablemente. ¿Si no, por qué necesitaría hacer esa ridícula prueba del zapato? O estaba ciego, o se emborrachó tanto en el baile que a la mañana siguiente no recordaba nada.
Me reí entre dientes, satisfecha con mi reinterpretación del clásico.
—Bueno, ahora a dormir. Tu tía tiene trabajo que hacer.
—¿También trabajas de noche? —Zoé bostezó, pero no cedió en su resistencia al sueño.
—Claro, cariño. Si una quiere vivir como una reina y no depender de las migajas de un rey, tiene que trabajar duro.
—¿Tu Boris es el príncipe? ¿Por eso no te has casado con él todavía? ¿Por qué no es un rey?
La pregunta me tomó por sorpresa.
—¿Qué? ¿De dónde sacaste eso?
—No sé. Papá y mamá dijeron algo sobre eso.
¡Ah, fantástico! Ya sospechaba yo que mis asuntos amorosos eran tema de debate familiar.
La verdad era que, después de cinco años de convivencia, yo quería casarme con Boris. Pero él, aparentemente, estaba demasiado cómodo en su papel de novio eterno. Y mientras tanto, mi madre no dejaba de recordarme, con su tono más dramático, que estaba desperdiciando mis mejores años con un hombre que jamás iba a dar el siguiente paso.
Suspiré.
—Boris no es ningún príncipe y menos un rey —dije finalmente, con una sonrisa forzada—Vamos, Zoé, a dormir. Ya tendrás tiempo de preocuparte por príncipes exiliados cuando seas mayor.
Me miró fijamente, como si tratara de decidir si aceptar mi respuesta o seguir preguntando. Pero finalmente cerró los ojos y se acurrucó en la almohada.
Cerré la puerta del cuarto de Zoé con el mayor sigilo posible y me dirigí a la cocina en busca de café. Necesitaba un poco de cafeína antes de sentarme a trabajar. O al menos eso me dije a mí misma, porque en realidad, lo único que quería era distraerme de la pregunta incómoda de mi sobrina.
Qué irritante es cuando los niños repiten lo que escuchan de los adultos. Sobre todo, cuando los adultos tienen razón. Tomé la taza y me senté en la mesa, observando mi teléfono. Había un mensaje de Boris.
"¿Todo bien con la niña? Beso."
Así era él. Escueto, sin dramas. Un hombre de pocas palabras y muchos silencios. No es que Boris fuera malo. No me engañaba, no me maltrataba, no me hacía sentir miserable… pero tampoco me hacía sentir especial. Era como una sopa de hospital: tibia, insípida y completamente funcional. No era del tipo que enviaba mensajes empalagosos ni que llenaba la casa de flores sin razón aparente. Lo suyo era lo práctico, lo funcional.
Como cuando, después de un año de relación, me dijo con total naturalidad:
—Creo que ya es hora de que vivamos juntos.
Y así, sin una propuesta romántica ni grandes discursos, terminó mudándose a mi departamento y, antes de darme cuenta, me convertí en su asistente personal, su coach, su gerente de ocio y su gestora de crisis familiares. En resumen, hacía todo lo que haría una esposa… excepto que me faltaba el anillo y el derecho legal a su mitad de la pensión.
Al principio pensé que era el típico hombre reservado, de esos que necesitan tiempo para expresarse. Pero después de cinco años, me di cuenta de que simplemente era Boris. No frío, pero tampoco apasionado. No divertido, pero muy agradable. No indiferente, pero tampoco particularmente atento. No desinteresado, pero definitivamente sin urgencia por casarse.