Sandra.
Me decidí por el vestido azul. Era elegante, pero sin dar la impresión de que esperaba una propuesta de matrimonio (aunque, siendo honesta, sí lo esperaba). Además, era el único vestido que a Boris le gustaba sin añadir un “pero” al final de la frase.
Me peiné con cuidado, me puse un poco de maquillaje y me miré en el espejo.
—No está mal —murmuré, intentando convencerme a mí misma—. Pareces una persona normal, no una desesperada en modo alerta máxima.
Pero por dentro, mi corazón latía con la fuerza de una batería de rock en pleno solo de guitarra. Intenté concentrarme en el trabajo, pero cada minuto se sentía como una tortura medieval. Tenía dos entrevistas con candidatos, pero, en lugar de evaluar su futuro, mi mente estaba ocupada con el mío.
—Cuéntame sobre tus fortalezas y debilidades —dije en la primera entrevista.
—Bueno, soy muy proactivo y...
"¿Y si Boris no se arrodilla? ¿Cómo demonios disimulo la decepción sin que se me note en la cara?"
—…también soy muy responsable con los plazos.
"¿Y si se arrodilla? ¿Qué hago? ¿Le grito ‘¡Por fin!’ o finjo sorpresa? Dios, ¿debo llorar? ¿Cómo se llora bonito?"
—Eh… ¿señorita?
—¡Sí, sí, claro! Muy interesante lo que dijiste… —balbuceé, sin tener idea de qué había dicho.
Para cuando llegó la hora del almuerzo, estaba al borde de un colapso emocional. Agarré mi bolso como si fuera un salvavidas y, rápidamente, improvisé una excusa para mi secretaria.
—No sé si vuelva después del almuerzo, depende de cómo… eh… fluya la reunión.
—¿Todo bien, jefa? —preguntó ella, alzando una ceja.
—Sí, sí. Solo una… reunión importante. Sabes, con el dueño de aquella casa donde vamos a hacer las escenas de nueva miniserie.
—Ajá… —respondió, con una sonrisita que dejaba claro que no se tragaba ni una palabra.
Bajé en el ascensor hasta el garaje, inhalé profundamente y me subí al coche. Era hora de enfrentar mi destino… O, al menos, mi almuerzo más estresante en años.
Cuando lo vi sentado en esa mesa con su aire de hombre seguro, traje impecable y esa leve sonrisa que siempre me desarmaba, supe que algo pasaba.
—Vamos a almorzar —dijo con la misma tranquilidad de siempre.
Asentí, tratando de ignorar el temblor en mis manos mientras me sentaba frente a él. Si Boris había decidido hacer una gran declaración, no sería yo quien lo arruinara con mi impaciencia. Me limité a sonreír y seguirle el juego, aunque mi corazón latía como si estuviera en la final de un reality show de bodas.
Y luego vino la confirmación de mis sospechas.
Boris pidió langostinos y champán rosé.
¿Casualidad? ¡Ni de broma! Boris jamás pedía champán, ni siquiera en Año Nuevo. Para él, la bebida ideal con una cena elegante era agua con gas. Pero sabía perfectamente que a mí me volvía loca ese champán.
Me acomodé en la silla, disfrutando cada segundo. En mi mente, la escena ya estaba montada: el camarero se acercaría con un plato cubierto por una campana plateada, la levantaría con un gesto elegante y ahí, en medio de un postre hermoso, el anillo brillaría bajo la luz tenue del restaurante.
Nada de discursos empalagosos ni promesas de amor eterno. A lo sumo, Boris soltaría algo tipo:
—Bueno, creo que esto era lo que esperabas, ¿no?
Y yo fingiría indignación mientras en mi interior daba saltitos de alegría.
Sí, definitivamente esto iba en esa dirección. Pero en lugar de decirme que quería pasar el resto de su vida conmigo, Boris me miró fijamente y, con la misma calma con la que anunciaba que había comprado café descafeinado por error, soltó la bomba:
—Probablemente puedas adivinar por qué te invité a este restaurante en particular. —Suspiró, como si le costara horrores decir lo que venía.
—Para ser honesta, lo que me sorprende es que me hayas invitado a almorzar. —Bromeé, esperando quitarle un poco de tensión al momento.
—Exactamente… Todo empezó aquí y debería terminar aquí.
Parpadeé.
—¿Qué?
Por un instante, pensé que se estaba armando de valor para proponerme matrimonio de la manera más torpe del mundo. Pero no. Para nada.
—Estoy cansado de vivir con un hombre en falda.
Mi cerebro tuvo que reiniciar.
—¿Perdón?
—Te dejo, Sandra. Me encontré con otra persona. Una mujer de verdad. Hogareña, tranquila. Una que no haga todo un drama por cocinar la cena, que no se gaste el sueldo en ropa que ni necesita y que sepa planchar una camisa sin poner mala cara.
El mundo se detuvo.
—Espera, ¿estás diciendo que necesitas una empleada doméstica?
—No, lo que quiero decir es que estoy harto. Siempre decides todo por los dos, nunca me tomas en cuenta. Incluso en el sexo…
Ahí levanté la mano, como si pudiera detener el flujo de su basura verbal con un gesto.
—No me digas que no te gustó el sexo conmigo.
Me miró con expresión seria, sin pizca de remordimiento.
—Tener sexo contigo es como encender una mecha de dinamita. Creo que por eso me tardé tanto en tomar esta decisión. Pero siempre era igual, siempre mandabas tú.
Ahí estaba. Su gran argumento.
No supe si me hervía la sangre o me daba risa.
Y entonces me reí. Me reí con ganas.
No porque me sorprendiera. En el fondo, sabía que Boris nunca había sido el hombre perfecto. No me había dado lo que yo necesitaba, pero, aun así, me aferré a la idea de que algún día cambiaría.
Lo que dolía no era que se fuera. Lo que dolía era su desprecio.
¡Cinco años! Cinco años perdidos.
¿Para que al final me resumiera a una mujer "difícil"? ¿Demasiado fuerte? ¿Demasiado independiente? ¿Demasiado todo lo que él no podía manejar?
Boris frunció el ceño, confundido. Parecía un pez fuera del agua, abriendo y cerrando la boca sin encontrar las palabras. Y entonces, con toda la serenidad del mundo, me incliné un poco sobre la mesa, le dediqué mi mejor sonrisa y le recordé dulcemente: