Cómo te lo digo...

Capítulo 6. Un martes 13.

Sandra.

El bar estaba lleno de ese murmullo constante que ahogaba los pensamientos, pero no los míos. Me aferraba al vaso de tequila como si fuera el último salvavidas en un mar de emociones revueltas. El líquido dorado brillaba bajo las luces tenues del local, pero ni siquiera eso lograba distraerme del vacío en el pecho.

—Cinco años, Diana. Cinco años de mi vida dedicados a alguien que, al final, decidió que yo era demasiado fuerte para él —sollocé, recibiendo otra servilleta de la mano de mi amiga.

Diana, sentada frente a mí, me observaba con esa mirada protectora que siempre tenía cuando las cosas se ponían difíciles. Ella era mi roca, la única persona que no me juzgaba por llorar, por enfadarme o por querer ahogar mis penas en alcohol. Pero incluso su presencia no lograba aliviar el dolor que sentía.

—No entiendo —murmuré, jugueteando con el borde del vaso—. ¿Cómo pudo hacer esto? ¿Cómo pudo tirar todo por la borda como si no significara nada?

Diana suspiró y apoyó su mano sobre la mía.

—Porque es un idiota. Y porque no merece ni una lágrima más de las que ya has derramado por él.

—Fácil decirlo cuando no eres tú la que se siente como si la hubieran arrojado a la basura. ¿Sabes? Me llamó "un hombre en falda" y… le rompí la nariz. Sabes que tengo un buen gancho de derecha. —Solté una risa amarga y sacudí el puño con orgullo—. Boris gritó como una niña y amenazó con demandarme. Todo el personal del restaurante estaba en shock, ¡pero ya no me importaba! Regresé a casa, tiré sus cosas por la puerta y cambié las cerraduras.

—¡Bien hecho! —Diana me apretó las manos, animándome—. Eso es tener dignidad. No puedes dejar que esto te destruya. Él no vale la pena y nunca me gustó. Eres joven, guapa, independiente, muy inteligente y tienes buen gancho de derecha. Encontrarás rápido a tu hombre perfecto.

Miré hacia el fondo del bar, donde un grupo de personas reía y brindaba como si el mundo fuera perfecto. ¿Cómo podían ser tan felices? ¿Cómo podía la vida seguir su curso normal cuando la mía se había derrumbado por completo?

De repente, noté a dos hombres jóvenes que tampoco parecían estar celebrando el martes 13. El rubio tenía cara de tristeza, y su amigo lo consolaba, de la misma forma en que Diana me consolaba a mí.

No sé en qué pensaba en ese momento, no tenía idea de qué pretendía hacer, pero me sequé las lágrimas y les mandé un beso en el aire.

—Hay dos chicos guapos mirándonos desde la barra. Dicen que un clavo saca otro clavo, ¿no? —Agité la mano, dándoles la señal de que se acercaran.

—No creo que eso funcione, pero no veo nada malo en una pequeña aventura.

Diana me miró con diversión… hasta que su expresión cambió por completo. Sus labios se tensaron y sus ojos se entrecerraron con una mezcla de reconocimiento y furia.

—¿Qué pasa? —pregunté, extrañada.

—Nada —respondió, sin despegar la vista de los chicos.

Unos segundos después, los desconocidos se acercaron a nosotras.

—¿Les gustaría compañía? —pregunté, con un tono que sonaba casi demasiado seguro para alguien que claramente estaba pasando por su propio infierno.

El moreno sonrió con confianza.

—Soy Arthur, pero puedes llamarme Archi —dijo rubio, con una naturalidad que casi me hizo sonreír—. Y ese de allá, que intenta disimular que está a punto de desmayarse, es León.

Desde el momento en que Arthur pronunció su nombre, algo en su tono, en su expresión… en él, me sacudió. Había algo en su forma de hablar, de moverse, de mirarme directamente sin vacilar. Era una presencia fuerte, pero sin imponerse. No como Boris, que siempre necesitaba hacerme sentir menos.

No me había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos la sensación de ser mirada así.

Lancé una mirada a Diana, quien ya estaba enfrascada en una discusión con León sobre algo que sonaba demasiado legal como para interesarme. Algo en la postura rígida de mi amiga me hizo darme cuenta de que este encuentro no era casualidad.

—Encantada, Arthur —respondí, con una sonrisa tímida—. Soy Alexandra, pero todos me llaman Sandra, y ella es Diana…

Arthur se sentó a mi lado, y por un momento, sentí que el peso en mi pecho se aliviaba un poco. Tal vez era el tequila. O tal vez era que, por primera vez en semanas, alguien me miraba sin juzgarme.

—Entonces, Sandra —dijo Arthur, inclinándose un poco hacia mí—, ¿qué te trae por aquí un martes por la noche?

No supe si reír o llorar. La pregunta era tan simple, pero la respuesta era un laberinto de emociones que no estaba segura de querer compartir con un extraño. Sin embargo, algo en su tono de voz, en esa manera relajada pero sincera, me hizo sentir que podía confiar en él.

—Mi novio me dejó —dije, mirando mi vaso vacío—. Después de cinco años. Vine aquí con la idea absurda de que podía… no sé, vengarme de mi ex, hacer algo impulsivo para demostrarle que no me importa. Pero en realidad… —solté una risa sarcástica—, en realidad sí me importa. Y eso me fastidia.

—Ah, la venganza sentimental —dijo Arthur, asintiendo con complicidad—. Un clásico. Pero si alguna vez decides que quieres una venganza más elaborada y con estilo, llámame. Me encantan los desafíos.

Me entregó su tarjeta de visita.

—Lo tendré en cuenta —dije, leyéndola.

En ese momento, Diana dejó de discutir con León y me tomó del brazo con un tono firme:

—Vámonos, Sandra.

Ni siquiera me dio tiempo de despedirme de Arthur. Me sacó del bar casi a rastras, como si el lugar estuviera a punto de explotar. La noche fresca me golpeó el rostro, despejándome del aturdimiento que me había causado el tequila… y la conversación con Arthur.

—¿Qué te pasó, amiga? —pregunté, ajustando mi chaqueta—. ¿Por qué esa prisa?

Diana se detuvo en la acera, cruzó los brazos y miró hacia el bar, como si esperara que alguien saliera tras nosotras.

—Nada grave —dijo, aunque su tono no sonaba convincente—. Acabo de encontrarme con mi oponente en el caso de divorcio que estoy llevando. Un tipo desagradable que se cree el mejor abogado del país. —Hizo una pausa y arrugó la nariz—. No quería que me viera aquí, en este estado.




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