Cómo te lo digo...

Capítulo 7. El destino tiene un sentido del humor retorcido.

Sandra.

Los días posteriores al encuentro en el bar fueron un torbellino de emociones, y yo era la pobre desgraciada atrapada en el ojo del huracán sin un paraguas ni una mínima dosis de dignidad. Decidí aferrarme al trabajo como si fuera mi bote salvavidas, sumergiéndome en reuniones interminables y redactando informes con la intensidad de alguien que cree que escribir un PowerPoint puede arreglar su vida. Si la productividad curara el desamor, habría sido la persona más feliz del mundo. Pero no.

Porque, al final del día, cuando apagaba el ordenador y salía de la oficina, la soledad se deslizaba entre los huecos de mi rutina como un ninja silencioso. Y mi apartamento, que alguna vez fue un refugio, ahora se sentía como un mausoleo con buena iluminación. Cada rincón parecía tener una historia con Boris, y lo peor era que la casa no se había enterado de que él ya no vivía allí.

Su desorden habitual ya no estaba junto a la puerta, su chaqueta favorita no colgaba en el perchero, y el aire olía demasiado a suavizante y muy poco a su colonia. Por alguna razón absurda, la lavadora decidió rebelarse y ahora toda mi ropa tenía un leve aroma a vainilla, como si el universo intentara consolarme con fragancias de postre. ¡Era una tentación peligrosa! Pero nada lograba distraerme de lo más aterrador de todo: el silencio.

Porque ahí estaba, implacable, denso, acompañado por el tictac del reloj de la pared, que hasta ahora nunca había notado. ¿Siempre había sonado tan fuerte? ¿Acaso era este el castigo divino por haber ignorado todas las señales de que Boris era un idiota?

Pero nada, absolutamente nada, era peor que lo que se avecinaba: el cumpleaños de mi madre y mi presencia allí en solitario.

Porque si había una persona en este mundo que podía hacerme sentir aún más miserable, era ella. No por crueldad, sino por algo mucho peor: por tener razón. Mi madre lo había dicho desde el primer día. "Ese chico tiene cara de que no sabe cambiar una llanta y de que algún día te romperá el corazón." Y claro, yo, en mi infinita terquedad, había defendido a Boris con discursos dignos de una película de amor barato.

Y ahora tenía que presentarme en su fiesta, con la cabeza gacha, tragándome mi orgullo y enfrentando la temida frase, que mi madre había estado esperando decir desde que conoció a Boris: "Te lo dije."

No podía rechazar la invitación. No importaba si caía un diluvio universal, si un huracán categoría cinco azotaba la ciudad o si una invasión alienígena interrumpía el tráfico. De alguna manera, aún tendría que aparecer en la casa de mis padres ese día, probablemente empapada, despeinada y con una excusa mediocre que mi madre no creería.

Así que decidí cambiar de estrategia. Si no podía evitar la reunión, al menos intentaría distraerla. ¿Cómo? Con un regalo inusual, algo tan inesperado que desviara la conversación de lo obvio: mi corazón roto y la humillación de haber sido abandonada.

Con esa misión en mente, me dirigí a la galería comercial más grande de la ciudad. Caminé entre escaparates llenos de perfumes, bolsos de diseñador y electrodomésticos que prometían cambiar vidas, pero ninguno parecía lo suficientemente llamativo como para desviar la atención de mi fracaso amoroso.

Tal vez una figura de colección absurda. O una planta carnívora. O un curso de paracaidismo, aunque a mamá le aterrorizaban las alturas.

Estaba en plena deliberación, repasando opciones cada vez más disparatadas, cuando el destino decidió intervenir. No con señales sutiles, no con una ligera brisa de intuición, sino con una jugada maestra de ironía: en lugar de encontrar un regalo para mi madre, terminé encontrándome con mi propio desastre en forma humana.

Ah, el destino. Ese bromista cruel con un sentido del humor retorcido. Podría haberme dejado encontrar el regalo perfecto para mi madre y seguir con mi dignidad intacta, pero no. En lugar de eso, me plantó cara a cara con Boris… y su nueva adquisición.

Allí estaba él, mi ex, el mismo hombre que nunca en su vida había sido protector conmigo ni siquiera cuando resbalé en la nieve y casi me rompo la cadera, actuando como un caballero medieval con una chica morena y joven. Le sostenía la mano con devoción, le abría la puerta de la tienda como si fuera la reina de Inglaterra y, para rematar, le apartaba un mechón de cabello de la cara con ternura. ¡Con ternura!

Yo, por supuesto, quedé petrificada en medio del pasillo de la tienda. Observando la feliz pareja de enamorados. Y entonces la reconocí.

La morena no era otra que mi antigua vecina. Sí, esa misma que solía venir de vez en cuando a pedirme sal, azúcar o cualquier excusa barata para coquetear con Boris en la puerta de nuestro apartamento. ¡Ajá! Así que no era solo paranoia mía. Mientras yo sufría por mi relación, ella estaba aquí, fresca como una lechuga, estrenando el puesto de “novia perfecta”.

Boris también me vio. Y en el instante en que nuestros ojos se cruzaron, pude ver cómo su rostro pasaba por toda la gama de emociones humanas: sorpresa, incomodidad, miedo… y un toque de pánico cuando recordando mi puñetazo, tocó su nariz.

Entonces, hizo lo más patético que un hombre podía hacer en esa situación: se escondió detrás de la morena y gritó. Gritó, como si yo fuera un oso salvaje:

—¡No te acerques, Sandra!

Ah, sí, porque claramente yo era el peligro aquí. Como si fuera a lanzarme sobre ellos cual villana de telenovela, con uñas afiladas y una risa malvada.

El muy cobarde se aferró a la chica como un niño pequeño escondiéndose detrás de su madre, y por alguna razón, esa escena ridícula me provocó una punzada en el pecho. Un dolor sordo, que se arrastraba desde la boca del estómago hasta la garganta. ¿Dolor? ¿Celos? ¿Indignación porque jamás había sido así conmigo? ¿o por ser tonta y no ver que miseria de hombre tenía al lado?

No lo sabía. Pero sí sabía una cosa: esto no se iba a quedar así.




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