Cómo te lo digo...

Capítulo 11. La elegida.

Arthur.

—Antes de empezar a considerar tu loca propuesta, necesito saber hasta el último detalle de esa cláusula del testamento de tu padre —dijo Sandra, cruzándose de brazos. Su tono tenía la misma desconfianza que una abuelita ante un teleoperador que intenta venderle una aspiradora milagrosa.

—Mi sentido arácnido de mujer traicionada me dice que en este acuerdo tú sales ganando más que yo.

—Escucha… —me incliné ligeramente hacia ella, intentando convencerla con una mirada seria, aunque, en el fondo, ya me estaba divirtiendo con su escepticismo. La verdad era que, de todas las mujeres que conocía, Sandra era la única que podía desempeñar este papel con una verosimilitud increíble. Además… me gustaba. No de la manera tradicional, pero su forma de ser me intrigaba. No había conocido a nadie tan directa y, al mismo tiempo, tan jodidamente divertida.

—Mañana te traeré todos los documentos. Tú misma redactarás los términos de nuestro acuerdo y yo trataré de satisfacer todos tus requisitos.

Sandra entrecerró los ojos, claramente dudando.

—¿Todos los requisitos?

—Dije que lo intentaría. No que lo haría. —Sonreí de lado, disfrutando la ligera inclinación de la balanza a mi favor.

Ella soltó una risa corta y negó con la cabeza.

—Bueno, mañana, después de mi visita a la comisaría… si no me meten en la cárcel, te llamaré para leer los documentos.

—No te preocupes por la denuncia, yo me encargaré de eso —dije, levantándome cuando ella lo hizo.

—Puedo cuidar de mí misma, gracias —me interrumpió con un tono que me recordaba a una heroína de acción a punto de prenderle fuego a todo.

—No lo dudo. Sé que puedes manejar perfectamente estas tonterías —admití—. Pero si aceptas mi propuesta, necesito estar seguro de que ni una sola sombra caerá sobre la reputación de mi prometida.

Sandra me miró con una expresión de incredulidad fingida.

—¡Ajá! ¡Aquí empiezan las trampas! ¡Ahora ni siquiera podré tirarme un pedo sin comprometer tu preciosa reputación!

Tuve que morderme la lengua para no soltar una carcajada.

—No te preocupes, podrás tirarte un pedo. Es un proceso fisiológico perfectamente aceptable —respondí con una seriedad que me costó mantener. Luego, añadí con una sonrisa burlona—: Lo único que quiero evitar es que todo el mundo se entere de que tienes un gancho de izquierda digno de un campeonato de boxeo.

Ella se echó a reír y, por primera vez en toda la conversación, noté un cambio en su expresión. La risa había suavizado su mirada y, por un segundo, tuve la sensación de que la idea ya no le parecía tan absurda. No era un , pero tampoco un ni loco. Y eso ya era una victoria.

Salí del apartamento de Sandra con una sensación extraña en el pecho. Algo entre triunfo y la certeza de que estaba metiéndome en un lío de proporciones épicas.

Casarme.

Bueno, no de verdad… pero, aun así, ¿qué demonios estaba haciendo?

Suspiré, apoyándome contra la puerta de mi coche antes de marcar el número de León.

—Dime que no estás llamando para decirme que te metiste en otro problema —respondió sin siquiera saludar.

Sonreí. Me conoce demasiado bien.

—Esta vez, todo lo contrario. Encontré a la mujer perfecta para desempeñar el papel de mi esposa.

Silencio. Un silencio breve, pero lo suficientemente pesado como para hacerme saber que no le gustaba lo que estaba por escuchar.

—¿Qué?

—Lo que oíste. Ya tengo candidata.

—Arthur, dime que no te estás apresurando solo para librarte de este asunto. Todavía tengo más chicas para entrevistar.

—No quiero más chicas —contesté rápidamente—. Ya la tengo. Y no es de las que me mandaste. Es perfecta para esto.

—¿Y quién es la desafortunada? ¿Dónde la encontraste?

Me pasé una mano por la nuca, sabiendo que lo que venía no le iba a gustar.

—Sandra… La chica del bar, ¿recuerdas? La amiga de tu abogada favorita.

Se produjo un silencio largo. Muy largo.

—Arthur… ¿Me estás diciendo que elegiste a una mujer que es amiga de la abogada más insufrible y recta que he conocido en mi vida?

—Exageras.

—No. No exagero. Fontaine no solo es testaruda, es una fanática del código de ética. Si descubre lo que estás planeando, te juro que te meterá en más problemas de los que ya tienes.

Puse los ojos en blanco.

—Diana no tiene por qué enterarse de nada.

—Por favor, si esas dos son uña y mugre. ¿De verdad crees que Sandra no le contará nada?

—No si la convenzo de que esto es un simple acuerdo de negocios.

León bufó.

—Dime que al menos investigaste bien a esta chica.

—Claro que sí —mentí descaradamente—. Pero hay un pequeño problema.

—Por supuesto que lo hay —gruñó—. ¿Cuál es esta vez?

—Sandra tiene una denuncia en su contra. Su ex, Boris, la acusó de agresión después de que le rompió la nariz.

Hubo un segundo de silencio antes de que León soltara una carcajada.

—Dios, me cae bien esta mujer.

—Concéntrate. Necesito que me ayudes a resolverlo.

—Déjame adivinar… No quieres que esto manche la reputación de tu “perfecta relación de cuento de hadas”.

—Exacto, pero no solo eso. Quiero que Sandra empiece a confiar en mí.

León suspiró.

—Bien, lo más fácil sería llegar a un acuerdo antes de que esto escale. ¿Boris tiene testigos?

—Sí, dos camareros que estaban en el restaurante.

—Entonces tienes dos opciones: sobornarlos o hacer que cambien su versión voluntariamente.

Fruncí el ceño.

—¿Y cómo sugieres que haga eso?

—Hay que convencerlos de que Boris provocó la bofetada. No que le rompió la nariz, sino una simple bofetada de mujer indignada. Que él empezó a insultarla, que la acorraló y que ella solo se defendió. Ningún juez va a condenar a una mujer por defenderse de un capullo agresivo.

Me masajeé las sienes.

—O sea, convencer a los testigos de que la historia cambió mágicamente.




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