Sandra.
A la mañana siguiente, llamé a Diana. Sabía que podía defenderme sola, pero presentarme en la oficina del comisionado sin un abogado era como ir a una pelea de boxeo con las manos atadas. Sin embargo, en cuanto contestó, solo escuché un jadeo ahogado y un ruido parecido a alguien sofocando un estornudo en un pañuelo.
—¿Diana? —pregunté, frunciendo el ceño.
Otro jadeo y luego un murmullo ininteligible que sonó vagamente como muero.
Genial. Mi única aliada legal estaba demasiado enferma como para articular una frase. No tenía opción. Llevé conmigo a mi asistente, un estudiante de derecho recién salido del cascarón, cuya experiencia se limitaba a tomar café en la oficina y hacer fotocopias con la precisión de un cirujano, pero que, en cuanto le mencioné "comisaría", palideció como si lo estuviera llevando al matadero.
Entré en la comisaría con paso firme y empujé al tembloroso asistente delante de mí, como quien lanza un cordero al sacrificio.
—Dios mío, ¿qué clase de hombres hay hoy en día? —murmuré con fastidio mientras le lanzaba una mirada fulminante—. No digas nada, solo escucha. Y, antes que nada, ve por los documentos y una copia de la denuncia de Boris.
El chico me miró como si le hubiera pedido que asaltara un banco.
—¿Dónde… dónde los pido?
Conté hasta cinco en mi cabeza para no perder la paciencia y le señalé la puerta correcta con una sonrisa forzada.
—En la oficina del investigador. Está escrito en la puerta, por si el pánico te nubló la vista.
El pobre entró con pasos vacilantes, y cuando salió, su rostro estaba tan rojo que no supe si era por la tensión, la vergüenza o ambas cosas. Le arrebaté los papeles de las manos y comencé a leerlos con rapidez, sin querer perderme ni una sola coma.
Y entonces lo vi.
Por arte de magia, la palabra puñetazo había sido sustituida por bofetada.
Me tomó un segundo procesarlo y, cuando lo hice, no pude evitar una sonrisa de satisfacción. Arthur. No tenía idea de cómo lo había logrado, pero tenía que admitir que era absolutamente brillante.
Apenas terminé de revisar el documento, mis ojos bajaron hasta el nombre de la jueza asignada y me invadió un placer casi malicioso.
Margarita.
La incomparable Margarita, jueza de primera categoría y fanática empedernida de los reality shows, con quien ya había coincidido en más de una ocasión cuando se trataba de defender o acusar a alguna "estrella" venida a menos. Era la típica persona que podía conmoverse más con un buen drama que con los códigos legales.
Sin perder el tiempo, me dirigí directamente a su despacho.
En cuanto me vio entrar, me recibió con una sonrisa amplia, claramente complacida de verme nuevamente en su territorio.
—¡Sandra, querida! —exclamó, apartando su taza de té y cruzando las manos sobre el escritorio—. ¿A quién traes en aprietos esta vez?
Me senté con un suspiro tembloroso, dejando que mis hombros se hundieran en un acto bien ensayado de vulnerabilidad.
—Oh, Margarita, lo de siempre… —murmuré, y dejé que se me escapara una lágrima perfectamente calculada—. ¿Hasta cuándo las mujeres tendremos que soportar la injusticia de los hombres? ¿Hasta cuándo tendremos que sufrir en silencio cuando nos acorralan, nos humillan y, al final, nos culpan por defendernos?
Ella ladeó la cabeza con gesto comprensivo y chasqueó la lengua.
—Tienes razón, querida. —Se inclinó hacia adelante con interés—. Cuéntame qué pasó exactamente.
Aproveché la oportunidad y armé una historia donde resalté la inhumanidad de los hombres, la fragilidad de las mujeres y la necesidad de justicia. No tuve que exagerar demasiado; conocía bien mi papel y, además, la historia tenía la dosis justa de verdad.
Cuando terminé, Margarita suspiró con indignación y negó con la cabeza.
—Si una mujer tuviera que responder por cada bofetada que le da a un hombre, necesitaríamos miles de tribunales extra —declaró con tono solemne—. Vete tranquila, querida. Cerraré este caso. Tengo asuntos mucho más importantes que una riña de pareja.
Me enderecé de inmediato y esbocé una sonrisa agradecida, pero antes de irme, añadí con un tono herido:
—Oh, Margarita… Ya no es mi pareja. —Hice una pausa dramática y dejé que mi voz temblara con una tristeza fingida—. ¿Sabes por qué puso esta denuncia falsa? Porque lo dejé. Porque me di cuenta de que no es digno de confianza… de que un hombre que engaña a su mujer tampoco duda en tratar de destruirla.
Margarita apretó los labios con desaprobación y meneó la cabeza.
—Asqueroso. —Bufó, firmando un papel con un ademán decidido—. Vete, Sandra. No permitiré que ese imbécil manche tu reputación con sus mentiras.
Tomé aire, sintiendo una oleada de alivio real esta vez.
Caso cerrado.
Salí de su oficina con la cabeza en alto y una sonrisa triunfal.
Ahora solo quedaba un par de cosas: averiguar cómo diablos Arthur había logrado modificar la denuncia. Y, quizás, agradecerle… aunque fuera con una ración extra de sarcasmo. También necesitaba visitar a Diana, porque por la mañana estaba muy malita.
Salí del juzgado con una sonrisa de satisfacción.
—Listo. Caso cerrado —anuncié con orgullo a mi asistente.
El chico parpadeó, sorprendido.
—¿Tan rápido?
—Digamos que la jueza y yo compartimos la misma opinión sobre los hombres que se ofenden por una simple bofetada… —empecé a explicar, pero al ver su expresión de absoluto desinterés, decidí no perder el tiempo. Suspiré y le hice un gesto con la mano—. Está bien. Vuelve a la oficina y dile a mi secretaria que tengo un par de asuntos que atender aquí.
No era cierto, pero necesitaba tiempo antes de regresar al trabajo. Primero, tenía que hablar con Arthur.
—Ah, y antes de que se me olvide —añadí—, prepárame los contratos de alquiler de aquella mansión para la miniserie. Mañana llevaré al dueño para firmar.