Cómo te lo digo...

Capítulo 13. El peso del legado.

Sandra.

Llegué a la fábrica de Arthur con una mezcla de curiosidad y escepticismo. No esperaba que fuera tan imponente. A diferencia de los típicos hangares industriales fríos y grises, este lugar irradiaba historia y orgullo. Había trabajadores en monos de mecánico moviéndose con precisión, el incesante sonido de herramientas y maquinaria llenaba el aire, junto con el característico olor a metal y aceite, aún sutil, pero inconfundible.

Arthur me esperaba en la entrada con una media sonrisa, vestido más informal de lo habitual, con una chaqueta ligera y las mangas arremangadas.

—Bienvenida a mi mundo.

Le devolví la sonrisa mientras echaba un vistazo a mi alrededor.

—Admito que es más impresionante de lo que imaginaba.

Sin más preámbulos, me guió a través de la fábrica, mostrándome diferentes áreas de ensamblaje y reparación. Pero lo que realmente captó mi atención fue la enorme plaza en el centro del complejo. Allí, en un pedestal de acero inoxidable, descansaba un antiguo avión de combate de la Segunda Guerra Mundial, restaurado con una precisión impecable.

Me detuve frente a él, asombrada.

—¿Qué hace esto aquí?

Arthur se apoyó en la barandilla que rodeaba el monumento y lo observó con una mezcla de orgullo y nostalgia.

—Era el avión de mi abuelo —dijo con voz pausada—. Fue el piloto más joven de su escuadrilla. Para entrar en la escuela de aviación, mintió sobre su edad. Temía que la guerra terminara sin él.

Sonrió con un dejo de admiración antes de continuar.

—Años después, encontró este avión abandonado en un desguace, prácticamente destrozado. Lo restauró pieza por pieza. Fue su primer gran proyecto… y también el inicio de esta empresa.

Mis ojos recorrieron el fuselaje, la hélice inmóvil, las insignias de guerra aún visibles en el costado. Había algo conmovedor en esa historia, aunque no estaba dispuesta a admitirlo en voz alta.

—Así que esto es más que solo un negocio para ti —murmuré.

Arthur asintió con firmeza.

—Mucho más. Es la historia de mi familia. Tres generaciones han trabajado aquí, soñando con seguir volando. No puedo fallarles. No puedo permitir que todo termine si mi hermana vende esta fábrica.

Su voz se cargó de emoción mientras continuaba.

—He conseguido financiación, nuevos proyectos, he abierto mercados… todo para asegurarme de que este avión siga aquí, en el mismo lugar donde mi abuelo lo dejó.

Su determinación era palpable. Lo entendía mejor de lo que imaginaba.

—Veo que esto es más que un legado para ti —dije con sinceridad, porque sabía exactamente lo que se sentía.

Mi padre, en su juventud, ganó el rally París-Dakar. Su coche aún estaba en el garaje de nuestra casa, una reliquia intocable. Ni siquiera en tiempos de crisis se nos pasó por la cabeza venderlo, a pesar de las múltiples ofertas.

Comprendía perfectamente el peso de la historia sobre los hombros de Arthur.

Luego me llevó a otros hangares. Arthur se detuvo junto a un avión moderno, un modelo elegante con líneas aerodinámicas y la cabina abierta, como si estuviera esperándome.

—Sube —dijo, con una sonrisa desafiante.

Fruncí el ceño, cruzándome de brazos.

—No sé si sea buena idea…

—¿Tienes miedo? —arqueó una ceja, divertido.

Mi orgullo reaccionó antes que mi razón. Solté un suspiro y, sin pensarlo demasiado, subí la escalera y me agarré del borde de la cabina, intentando hacerlo con la mayor gracia posible. El asiento era sorprendentemente cómodo, y mis dedos se deslizaron instintivamente sobre los controles fríos y metálicos.

—Nada mal, ¿eh? —comentó Arthur mientras trepaba detrás de mí con una facilidad envidiable.

El espacio reducido lo obligó a acercarse más de lo necesario. Su brazo rozó el mío y el calor de su cuerpo se filtró a través de la tela de mi ropa. Sentí cómo mi espalda se tensaba al instante, pero él se inclinó aún más, con su aliento rozando mi mejilla.

—¿Ahora entiendes por qué tomé las decisiones que tomé? No puedo permitir que esto se acabe —susurró con voz baja y cargada de significado.

Tragué saliva, sintiendo el peso de sus palabras… y algo más. Pero no tenía que ver con aviones ni con el deseo de volar. Arthur no solo hablaba del negocio, del testamento o de la fábrica. Hablaba de él, de lo que lo impulsaba, de hasta dónde estaba dispuesto a llegar para proteger su legado. Y, sin embargo, en ese momento, me costaba concentrarme en cualquier cosa que no fuera su cercanía, el roce sutil de su brazo contra el mío, su aroma a colonia y metal pulido, la electricidad casi tangible en el aire.

Levanté la mirada y me encontré con sus ojos, tan cerca que el tiempo pareció suspenderse por un instante. Su expresión era intensa, como si estuviera a punto de decir algo más… o de hacer algo más.

Mi respiración se ralentizó. Pensé que iba a…

Pero, de repente, se apartó, apenas unos centímetros, lo justo para darme espacio cuando empezaba a contener el aliento.

—Lo importante no es solo construirlos —dijo con su tono habitual, aunque su mirada aún ardía—, sino entender lo que representan.

Parpadeé, intentando recomponerme.

—Sí… lo entiendo —murmuré, aunque no estaba segura de a qué parte de todo eso me refería.

Aparté la vista y fijé la mirada en los controles, aferrándome a cualquier otra cosa que no fuera la sensación de su proximidad, que todavía latía en mi piel como un eco.

Arthur sonrió, como si nada hubiera pasado.

—Ahora que lo has visto todo, podemos ir a comer en el comedor de la fábrica. Ya verás que aquí se come muy bien.

Sacudí la cabeza, recordándome a mí misma por qué había venido.

—No. Prefiero ver primero el testamento de tu padre —dije con firmeza. Necesitaba centrarme en lo importante.

Arthur me observó por un momento, su expresión indescifrable. Luego asintió lentamente.

—Como quieras. Acompáñame.




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