Cómo te lo digo...

Capítulo 15. La venganza de Boris.

Sandra.

A la mañana siguiente fui a trabajar como de costumbre. O al menos, eso intenté. Pero lo único que quedaba de la normalidad eran las paredes de la productora. Apenas crucé la puerta, un silencio denso cayó sobre el lugar, ese tipo de silencio incómodo que solo ocurre cuando alguien ha muerto o, peor aún, cuando hay un despido masivo.

Ayer, después de mi visita a la fábrica de Arthur, mi cabeza daba vueltas como una lavadora en pleno centrifugado. Por eso, me obligué a enfocarme en el trabajo y no pensar en su ridícula propuesta de matrimonio, hijos falsos y su sonrisa de "confía en mí, esto es totalmente normal".

En ese momento, no noté nada raro en la productora, tal vez porque pasé allí apenas unos minutos. Fui directamente a mi oficina, recogí unos documentos urgentes y salí disparada a firmar el contrato con el dueño de la mansión. Luego hice una parada en casa de Diana, donde, para mi sorpresa, me encontré con León, el primo de Arthur.

Mi amiga tenía un aspecto deplorable. No sé dónde habría pescado un resfriado tan fuerte, pero lo que realmente me sorprendió fue ver a León allí. Y aún más sorprendente—y hasta cierto punto, irritante—fue descubrir que mi "correcta" amiga había visitado recientemente un club tan exclusivo que ni siquiera algunas de nuestras “estrellas” lograban entrar. Y lo peor: nunca me lo mencionó. O mejor dicho, lo hizo, pero omitiendo detalles clave.

Ese “detalle”, según sospechaba, tenía nombre y apellido: León marchand. Pero no la interrogué al respecto. La pobre realmente se veía fatal, y no era el momento de sacarle información.

Para cuando regresé a casa, ya era de noche, y la conversación con Arthur, de alguna manera, se había esfumado de mi cabeza… por el momento.

Mientras iba andando hasta mi oficina, las conversaciones entre la gente morían en seco. Las miradas se clavaron en mí como si acabara de entrar vestida de novia a un funeral. Hasta el aire acondicionado pareció apagarse por respeto.

—¡Sandra!

El grito salió del departamento de costura. Antes de que pudiera reaccionar, Mateo—el estilista más dramático y “sensible” de la productora (y eso es decir poco)—irrumpió en escena como un torbellino, enfundado en unos leggings de leopardo y abrazando una caja de dos cupcakes decorados con… ¿eran corazones rotos?

—¡Te preparé unos muffins de "jódete, Boris"! —anunció con el tono solemne de quien ofrece un sacrificio en un altar sagrado—. El de chocolate negro es el "ojalá se te caiga el pelo", y el de red velvet es el "ahora empiezo una nueva vida".

Parpadeé, aturdida.

—¿Qué…?

—Cariño, cómo te entiendo… —suspiró Mateo con la solemnidad de quien otorga sabiduría ancestral, mientras me metía un muffin en la boca—. Yo tampoco lo comprendí de golpe. Pero tranquila, no es el fin del mundo. De hecho, yo diría que es el comienzo de una vida mejor. No tengas miedo… cada uno tiene derecho de ser como es.

—¿¡Qué?!

Casi me atraganto con el bocado. Tosí, con los ojos desorbitados, mientras Mateo me observaba con una expresión de genuina compasión, como si acabara de decirme que tenía una enfermedad terminal pero que todo iba a estar bien.

Miré a mi alrededor, esperando que alguien me dijera que esto era una broma elaborada. Pero no. Las miradas seguían clavadas en mí, llenas de lástima morbosa y una pizca de emoción contenida, como si esperaran mi gran revelación en vivo.

Mi cerebro intentó conectar los puntos. ¿Por qué me miraban así? ¿Por qué Mateo, que ni siquiera sabía encender un horno, se había tomado la molestia de hacer muffins con dedicatorias vengativas? ¿Cómo demonios sabían sobre Boris?

Un escalofrío me recorrió la espalda. No… No podían saberlo. No había contado nada de nuestra ruptura a nadie.

Entonces, la sospecha cayó sobre mí como un ladrillo. ¿El idiota de mi asistente?

Mi corazón se hundió. Sí, claro. Eso tenía sentido. Él estaba ahí, lo vio todo. Sabía exactamente por qué Boris me había denunciado. ¿Acaso había enviado un comunicado interno en mi ausencia? ¿Organizado una rueda de prensa exclusiva para el equipo de producción?

—Voy a matar a alguien, —murmuré con enojo.

—Ven a la reunión de nuestro grupo LGBT y acepta que eres lesbiana. – dijo Mateo de repente.

¿Por qué lesbiana?

—¿Alguien me puede explicar qué demonios está pasando? —exigí al fin, con la sensación inquietante de que el guion de mi vida se había reescrito sin mi permiso.

Mateo arqueó una ceja y me miró con cautela.

—¿No leíste nuestro chat ayer?

—No, no leí, porque tenía cosas más importantes que hacer en lugar de leer los chismes de siempre. – respondí con maldad.

Mi mano se movió sola. Saqué el teléfono del bolso y abrí la conversación grupal. Un escalofrío recorrió mi columna al ver el mensaje fijado en la parte superior.

Era un video. Con el ceño fruncido, presioné el play.

En la pantalla aparecí yo de adolescente, vestida con ropa ancha de chico, peleando en un ring con mi hermano menor. Lo reconocí de inmediato. Fue un video que mi padre grabó en broma y que, en su momento, yo misma le mostré a Boris. Nunca pensé que alguien ajeno pudiera verlo… y mucho menos interpretarlo de forma errónea.

Y entonces, leí el comentario destacado bajo el video:

"El novio de Sandra la dejó porque no podía compartir su vida con otro hombre. Sandra es una lesbiana reprimida. Ayúdenla a salir del armario."

El aire se congeló en mis pulmones.

Sentí un torbellino de emociones golpearme al mismo tiempo: confusión, incredulidad, ira, vergüenza. Mi mente gritaba en todas direcciones, tratando de entender cómo demonios esto había llegado a Internet y, peor aún, quién lo había publicado.

Levanté la mirada lentamente, sintiendo el peso de las decenas de ojos sobre mí.

—Voy a matar a alguien —murmuré, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta como lava a punto de estallar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.