Cómo te lo digo...

Capítulo 23. La velada incendiaria.

Sandra.

Llegué tarde a la cena con la familia de Arthur.

No mucho. Pero lo suficiente como para que, en una casa de alta sociedad, eso equivalga a llegar montada en un burro, agitando una pandereta y gritando "¡olé!" por el pasillo. O sea, para el café.

Pero no era mi culpa.

Entre los bomberos, la policía, la aseguradora y las disculpas diplomáticas que tuve que repartir como si fueran caramelos en un funeral... bastante suerte tuve de llegar viva. Viva y oliendo a humo, claro. Como si hubiese pasado la tarde asando chorizos en una parrillada clandestina.

Adiós vestido nuevo. Adiós zafiros de mamá. Adiós glamour.

Solo quedaba yo: versión Sandra post-apocalipsis, con el pelo revuelto, los tacones llenos de polvo y la dignidad colgando de un hilo fino como el de un globo a punto de perderse en el cielo.

Arthur me esperaba en la entrada.

Y cuando me vio… sonrió.

Sí, sonrió.

Como si no pareciera la extra nº7 de un documental sobre catástrofes naturales titulado "Mujer contra el fuego: historias de derrota y supervivencia".

—Lo siento, ha sido un día desastroso —murmuré, intentando que mi olor a brasas no lo tumbara—. No tuve tiempo ni de ducharme. ¿Puedo hacerlo aquí o sería demasiado pedir?

—Estás preciosa —susurró él, rozándome la sien con un beso.

Qué hombre más temerario. Perdón, quería decir: amable. Peligrosamente amable.

—Vamos, primero te presento a mi familia. Están deseando conocerte. Luego podrás tomarte una ducha si quieres.

Me tomó de la mano —y probablemente también de lo que me quedaba de equilibrio mental— y me guió por el pasillo hacia el salón, donde su madre y su hermana ya nos esperaban con el café y, probablemente, un juicio sumarísimo.

La casa era de película.

De esas películas donde una plebeya desastrosa no debería entrar sin firmar antes un testamento.

Cada mueble parecía tener más pedigrí que yo. Cada cuadro colgado me miraba como diciendo: ¿Tú qué haces aquí, criatura?

—¿Son todos tus antepasados? —pregunté en un susurro, señalando las paredes, calculando mentalmente cuántos títulos nobiliarios me estaba saltando al entrar hecha un desastre.

Arthur rió bajo.

—Qué va. Es mi madre. Gran amante del arte y del siglo XVIII.

—Menos mal —murmuré—. Porque no me entrené para hacer reverencias sin caerme de bruces.

Él abrió la puerta del salón.

Me enderecé lo mejor que pude, activé mi mejor sonrisa profesional y me preparé para dar la mejor impresión posible dentro de lo humanamente salvable.

Y entonces la vi. La mujer histérica y malvada del bañador negro. La emperatriz del jardín calcinado. La hermana de Arthur.

Mi noche acababa de incendiarse por segunda vez.

—Mamá, Clara, permitidme presentaros a mi prometida, Sandra —dijo Arthur, guiándome con suavidad hacia ellas.

—Un placer —respondió la mujer mayor, elegante, en cuyos rasgos se adivinaba sin duda la herencia familiar de Arthur.

Ella dio un paso hacia mí —claramente con la intención de besarme en ambas mejillas. Pero yo, recordando en un segundo el perfume "Humo y Desgracia" que traía encima, le tendí la mano con rapidez.

Mejor parecer torpe que desmayar a la pobre mujer.

—Disculpad mi retraso… En el trabajo hoy ha sido un verdadero apocalipsis —intenté sonreír con la mayor dignidad que me quedaba.

—Ni lo diga —respondió Clara con calma, cruzándose de brazos—. Un día así solo puede ser culpa de Mercurio retrógrado.

Su mirada me recorrió de arriba abajo. No le hizo falta más. Me había reconocido. Por supuesto que sí.

—Sí, imagínate, hoy ha habido un incendio en casa de Clara —intentó decir Arthur, forzando una sonrisa diplomática para romper el hielo.

—Bueno… en realidad no en la casa —aclaré, estúpidamente—. Solo en una parte del jardín.

Quise morderme la lengua nada más decirlo.

—Claro —replicó Clara, con una sonrisa de serpiente—. Es fácil decirlo cuando no es tu casa. Ese rincón era mi lugar favorito. Todos los vecinos decían, que era la entrada mas bonita.

—Ya me he disculpado —respondí, manteniendo la calma—. Y nuestra productora está dispuesta a compensar todos los daños.

—¿Y quién va a compensar mis nervios? —soltó Clara, elevando el tono hasta rozar el histerismo—. ¡¿Quién me va a devolver la tranquilidad?! ¡Ahora no sabemos cuánto tiempo tendremos que vivir prácticamente en la calle!

—No exageres, Clara —intervino la madre de Arthur, visiblemente incómoda—. Archie nos ha dejado esta casa solo para nosotras. Y cuando Mario y Ninel regresen, habrá sitio para ellos también.

—¡No, mamá! —Clara gesticulaba como si protagonizara una tragedia griega—. No pienso dejar mi casa sola ni un minuto… ¡y menos con esta gente alrededor! —me señaló como si fuera una invasora bárbara—. ¡Lo que me faltaba! Que sus incompetentes me rompan algo… o peor aún, que me roben.

Respiré hondo. Conté hasta tres.

—Señora Rubio —dije con la mayor educación que fui capaz de reunir—, nuestro equipo suele trabajar con profesionalidad y respeto. No son ladrones. Son cineastas. Lo ocurrido ha sido un incidente aislado y absolutamente extraordinario.

—¡Extraordinario dice! —me interrumpió ella, lanzándose de nuevo contra mí.

Arthur, que ya había olido la tormenta, se interpuso rápidamente entre las dos, levantando las manos como si estuviera parando una pelea en un ring.

—¡Un momento! —exclamó—. ¡No entiendo nada! ¿Os conocéis?

—¡Claro que sí! —chilló Clara, fuera de sí—. ¡Es ella! ¡La pelirroja! Sus inútiles quemaron mi casa y ahora viene aquí tan tranquila a disculparse.

—Para empezar —repliqué, con tono cortante—, no son mis inútiles. Es un equipo profesional contratado por Mas Media. Y segundo, solo se ha visto afectada una pequeña parte del jardín. Nuestra productora ya está gestionando todo para asumir los costes.




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