Arthur.
Volví al salón después de acompañar a Sandra hasta su coche. Se había marchado con la cabeza alta, con esa dignidad indomable que sólo tienen dos tipos de personas: los que saben perder con elegancia… o los que han perdido tantas veces que ya lo han convertido en un arte.
Suspiré.
Sandra no merecía una recepción así. No después de todo lo que había pasado. Pero contener a Clara en uno de sus ataques de histeria era tan inútil como intentar apagar un incendio con una copa de vino.
Sabía que esta cena iba a ser complicada —lo había previsto, lo había temido—, pero ni en mis peores cálculos había contemplado la posibilidad de un incendio literal y otro metafórico.
Me detuve un segundo al cruzar el umbral del salón.
Clara derramada sobre el sofá, desbordaba dramatismo por cada centímetro de su cuerpo, como si fuera la protagonista mal pagada de una telenovela venezolana de los años noventa.
—Bueno, bueno… —decía Clara, agitando la mano en el aire como quien espanta un mal espíritu o un mal perfume—. Siempre soñé con tener una cuñada elegante, discreta, con buenos modales… Y mira con qué me sales. Una pelirroja salvaje, que huele a incendio y habla como si vendiera pescado en un mercado.
Mi madre alzó una ceja.
Y eso, en mi casa, era el equivalente a una alarma de evacuación. Peligro inminente. Zona de desastre verbal activada.
Cuando mi madre alzaba una ceja, lo mejor era sentarse, callarse y observar cómo alguien —generalmente Clara— iba a recibir una clase magistral de humillación fina y educada. La que se clava en los huesos.
—Clara —empezó mamá, con ese tono cortés y afilado que dolía más que un portazo en la madrugada—. Quizá deberías agradecerle a Sandra que haya tenido el valor de venir aquí después del día que ha pasado. No todas las mujeres tendrían ese coraje.
—¿Valor, mamá? —saltó Clara, indignada, como si hubiera escuchado una blasfemia—. ¡Valor no! ¡Lo que tuvo fue cara! ¿La viste cómo se fue? Como si estuviera desfilando en una pasarela de París. ¡Y no olvides que por su culpa estamos sin casa!
Mamá dejó su taza de café en la mesa con esa manera estética, que siempre me helaba la sangre.
—No digas tonterías, Clara. Sandra no tuvo nada que ver con el incendio. Al contrario, vino a solucionar el problema. Y la casa sigue en pie, gracias a Dios.
—¡Sigue en pie porque estábamos allí! —protestó Clara, al borde de la histeria—. ¡Si no llegamos a los escombros!
—Los cineastas fueron los que llamaron a los bomberos —recordó mamá, imperturbable—. ¿Lo has olvidado tan pronto?
—Sí, claro… —bufó Clara, con un gesto amargo—. Los llamaron cuando ya se había quemado la caseta del jardinero. ¡Qué detalle! Y de todos modos, esa mujer debería haber agachado la cabeza y pedirme perdón… como corresponde.
Mamá soltó una leve sonrisa. Ese tipo de sonrisa que no traía buenas noticias.
—Y precisamente por eso me ha encantado —sentenció, con una calma que me hizo querer aplaudir—. Esa chica tiene algo que muchas aquí ni siquiera saben deletrear: agallas. Dignidad. Inteligencia. No es una muñeca de porcelana de esas que tú coleccionas en tus vitrinas, Clara. Es una mujer de verdad. Con carácter. Con humor. Con vida.
Me apoyé discretamente en la pared, en mi lugar privilegiado de espectador, disfrutando del espectáculo como cuando era niño.
Pocas cosas en esta vida me daban tanta satisfacción como ver a mi madre poner a Clara en su sitio. Era como presenciar a una catedrática destripar, con precisión quirúrgica y sin perder la sonrisa, a un alumno insolente que se creía más listo que ella.
Había una belleza especial en ese tipo de derrota.
Y mamá lo sabía.
—Además —añadió con esa falsa ligereza que usaba solo cuando estaba a punto de rematar—, a ti te vendría bien tratar más con personas como Sandra. Mujeres que saben cuándo hay que hablar… y, sobre todo, cuándo hay que callarse.
Boom. La nota final.
Silencio. Ni los relojes se atrevieron a seguir marcando la hora.
Estaba a punto de salir de mi refugio, cuando la voz de mi hermana volvió a cortarme en seco.
Jamás, en toda nuestra vida, alguien le había discutido la última palabra a mamá. Eso era territorio sagrado. Intocable. Pero Clara… Clara había decidido cruzar esa línea.
—Mamá —soltó con rabia—, ¿de verdad crees que Arthur se olvidó de Lorena y se enamoró de ésta? Vamos… no hay ninguna historia de amor aquí. Él le pagó, para que fingiera ser su novia.
Sentí un frío seco recorrerme la columna. No por la acusación en sí —Clara era capaz de cualquier cosa cuando se sentía derrotada— sino por ese nombre. Lorena.
Ese nombre… todavía dolía.
Como si lo hubieran dicho en voz alta dentro de un cementerio.
—¿Y por qué piensas eso? —preguntó mamá, con su calma de cirujana lista para la disección.
—Porque Arthur ni siquiera la abrazó cuando llegaron —respondió Clara, venenosa—. Y ella ni siquiera lo miró buscando protección cuando la ataqué. Ni un gesto. Ni un roce. Ni un mínimo instinto de pareja. Dos desconocidos jugando a fingir.
Y lo peor... es que tenía razón.
En nuestra entrada triunfal, Sandra y yo habíamos actuado más como socios de un trato incómodo que como una pareja de verdad. Cada uno encerrado en su propio muro. Cada uno cuidándose solo.
Esto, pensé, hay que corregirlo. Si queremos salir vivos de esta farsa, tendremos que aprender a fingir ternura. A mentir mejor.
Pero entonces mi madre habló. Y lo hizo de esa manera suya… que no era un reproche, sino un presagio.
—Eso es poco probable —dijo, casi con un dejo de nostalgia—. No se puede comprar a alguien como Sandra con dinero. Créeme. Pero en algo tienes razón —añadió, robándome el aire por un instante—. Quizá aún no se conocen bien... quizá ella se sorprendió al verte aquí, quizá estaba demasiado preocupada por todo lo que ha pasado...