Cómo te lo digo...

Capítulo 25. “Titan Océano”.

Sandra.

Estaba tan agotada que, cuando por fin crucé la puerta de mi casa, ni siquiera me molesté en quitarme los zapatos. Me dejé caer en el sofá como un saco vacío y me quedé dormida casi al instante, sin fuerzas ni siquiera para lamentarme por la ducha pendiente. Hacía mucho —demasiado— que no vivía un día tan miserable.

Y como broche de oro —porque al destino le encanta burlarse de mí— descubrí que la histérica propietaria del jardín calcinado no era otra que Clara Rubio... la hermana de Arthur Starmer. ¿Qué probabilidades había? ¿Una entre un millón? Pues justo me tocó.

Cuando él llamó a primera hora de la mañana, no lo dudé ni un segundo: colgué sin decir palabra y me metí directa en la ducha. No iba a hablar con él. No después de la velada infernal de anoche, coronada por amenazas de juicio, prensa carroñera y su encantadora familia deseando verme arder —literalmente.

Para ser sincera, yo ya daba por roto nuestro acuerdo. Estaba convencida de que, después de aquel circo, su familia preferiría lanzarse desde un rascacielos antes que permitirle casarse conmigo. Y sinceramente, lo entendía. Yo tampoco me soportaría si fuera ellos.

Después de la ducha, con el agua arrastrando parte del cansancio y mucha rabia contenida, me preparé un desayuno rápido —café negro y tostadas con mermelada, el menú oficial de los que ya no esperan nada del día— y llamé a mi asistente.

Cobarde como siempre, mi asistente tardó en contestar. Pero cuando por fin lo hizo, confirmó lo que ya temía: Clara Rubio había ido a por todas. Y había demandado oficialmente a nuestra productora.

Perfecto.

De verdad, ¿qué esperaba? Esa mujer no era solo inadecuada. Era una máquina de destrucción emocional. En un día sacó toda mi energía hasta la última gota.

Resignada, me dije a mi misma que, al menos por ese fin de semana, me negaba a pensar en trabajo o en venganzas. Quería limpiar mi casa, poner música a todo volumen y fingir, aunque fuera un rato, que mi vida no estaba cruzando la línea negra.

Así que puse Rammstein. Porque no hay nada más terapéutico que un alemán gritándote al oído mientras friegas el suelo de tu desastre emocional.

Y así pasé la mañana: cantando mal, limpiando mejor y gritando internamente que quería ser cualquier otra persona en ese momento.

Hasta que sonó el timbre.

Rodé los ojos. Aposté mentalmente a que sería mi vecina —esa jubilada insoportable que odiaba el metal industrial casi tanto como yo detestaba sus culebrones turcos— y me preparé un discurso sobre mis derechos constitucionales a escuchar música decente.

Pero cuando abrí la puerta... me congelé.

Era Arthur.

En persona.

En mi umbral.

Con un ramo enorme de rosas blancas en una mano y una bolsa de papel con el logo de mi restaurante favorito en la otra.

Como si esto fuera lo más normal del mundo.

—Hola —saludó, como si esto fuera lo más normal del mundo.

Me tendió las flores.

—¿Es esto un "lo siento por lo de anoche"? Porque, sinceramente, no hacía falta. No tienes nada de qué disculparte —dije, aunque, por supuesto, tomé el ramo igual. No soy de piedra.

Él sonrió, tranquilo. Como si viniera de visitar a una vieja amiga.

—No. Esto no es una disculpa. Es para levantarte el ánimo. —Su tono fue suave, casi amable—. Además, ayer no llegaste a probar la langosta en salsa blanca. Supuse que debía corregir ese error.

Abrió la bolsa y un aroma delicioso me envolvió como un abrazo que no pedí, pero que tampoco iba a rechazar.

Mi estómago rugió como un traidor.

—Está bien, pasa —cedí al fin, haciéndome a un lado—. Pero no pienses que esto cambia nada.

Mientras ponía las flores en un jarrón —porque sí, soy débil y me gustan las flores, ¿y qué?—, Arthur sacaba de la bolsa no solo la langosta, sino una botella de vino perfectamente fría.

Y mientras lo observaba moverse por mi cocina como si le perteneciera, no pude evitar pensar que, por mucho que me molestara admitirlo, a veces sentía cierta lástima por él.

Tener a una víbora como Clara por hermana debía haber sido un castigo desde la cuna.

Y quizá... solo quizá... eso explicaba muchas cosas de él.

—Eso es exactamente lo que quería decir —sonrió Arthur con esa calma desconcertante que me sacaba de quicio—. Nada cambiará nuestros planes. Mi hermana no tiene poder sobre mis decisiones. Ni sobre mi vida. Y mucho menos sobre mi boda contigo. Por cierto... —añadió como si fuera un detalle sin importancia—. A mi madre le caíste bien.

Solté una carcajada breve, seca.

—Qué lástima que no pueda decir lo mismo —negué con la cabeza, mirándolo con cansancio—. No quiero volver a ver a tu familia. Ni hoy, ni mañana, ni nunca. Y lo de hacerle pagar a Boris... sinceramente, ya ni me interesa. Me agoté. Esto dejó de tener sentido para mí.

Me encogí de hombros. Estaba siendo brutalmente honesta.

—Lo siento, Arthur. No me casaré contigo.

Él no se inmutó. Ni siquiera dejó de servir el vino en las copas de cristal. Su voz salió tranquila, pero con ese filo peligroso de alguien que no estaba acostumbrado a los "no" rotundos.

—¿Y tu palabra? —preguntó mientras me pasaba la copa.

Sus ojos, claros, inteligentes, me escudriñaban con una intensidad que me hizo apartar la mirada un segundo.

—Prometiste casarte conmigo si tu familia me aceptaba..

Suspiré, aceptando la copa porque negarse a un buen vino era una ofensa aún mayor que romper una promesa.

—Sí, lo dije —admití tras un trago lento—. Pero en mi defensa, no esperaba enfrentarme a circunstancias tan imprevisibles y tu hermana es... la dueña de la casa afectada.

Estuve a punto de decir "perra" o algo peor... pero mi cerebro, por suerte, reaccionó antes de que esto resbalara de mi boca. Después de todo, seguía siendo su hermana.

Arthur se rio abiertamente.

—Tienes razón —admitió con ese tono sardónico que ya empezaba a reconocer como parte de su encanto torcido—. Ni yo sé cómo Marco lleva años sobreviviendo a su lado. Pero ya te lo advertí, Sandra... La opinión de mi familia no pesa más que un mosquito en esta historia. Lo único que me importa es salvar la empresa de mi padre. Y para eso necesito casarme. Punto.




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