Arthur.
Para ser sincero, omití el detalle de que fue mi madre quien convenció a Clara de retirar su denuncia y resolver todo discretamente. No importaba ya. Lo esencial era que había conseguido lo que más me interesaba: Sandra había aceptado casarse conmigo de nuevo.
Solo quedaba un último paso. Un detalle menor, pero imprescindible. Redactar un contrato matrimonial que protegiera a ambas partes de esta peculiar sociedad que estábamos a punto de formar y que, con cierta ironía, seguía llamándose "matrimonio".
Sandra, con la serenidad de quien sabe perfectamente lo que quiere —y lo que no piensa ceder— abrió su portátil y comenzó a escribir.
—Bien, comencemos —dijo, sin levantar la vista mientras sus dedos bailaban sobre el teclado—. Punto número uno: duración del matrimonio, dos años a partir de la fecha de registro oficial.
—Espera —interrumpí—. Puede que necesite un poco más de tiempo… un par de meses adicionales, quizás.
Me lanzó una mirada larga, inquisitiva. La clase de mirada que decía no me gusta que me interrumpan, pero estoy dispuesta a escuchar.
—De acuerdo —cedió con voz neutra—. Duración mínima: dos años. A partir de entonces, cualquiera de las partes podrá disolver el matrimonio de mutuo acuerdo, sin reclamaciones económicas adicionales.
Asentí, satisfecho.
—Por cierto —añadió de pronto, apartándose del teclado—, me prometiste que las fotos de nuestra boda saldrían en todas las revistas de moda.
Sonreí. Ella sabía muy bien negociar.
—Y soy un hombre de palabra. Lo prometí, y así será. Me encargaré personalmente de que todas las portadas del país te tengan a ti en primera plana.
—Entonces quiero una boda deslumbrante —dijo con una chispa de emoción en los ojos.
—No te preocupes —respondí, divertido—. Será tan lujosa que hablarán de ella durante años. La alta sociedad al completo estará presente. Mamá se encargará encantada de invitar a todo el país, si le doy vía libre. Aunque no sé si eso te agradará…
—Permítaselo —dijo, sonriendo con aire triunfal—. Quiero que todos sepan con quién me voy a casar. Y de paso, las ventas de la empresa de mi padre aumentarán. Publicidad gratuita.
Asentí. Ella no perdía oportunidad.
—Perfecto. Incluso podríamos celebrar el compromiso en Suiza, durante la exposición aérea. Hará buen efecto.
—Muy bien —dijo ella, volviendo al teclado con la precisión de una ejecutiva firmando un contrato millonario—. Continuemos. Punto número dos: Vida Profesional. Ambas partes conservarán su trabajo y plena independencia laboral. Arthur Starmer —me miró de reojo, marcando cada palabra como si se tratara de un dictamen jurídico—, en adelante llamado esposo, ni directa ni indirectamente, por acción u omisión no intervendrá, limitará ni condicionará de ninguna forma la carrera profesional de Alejandra Ruiz —su propia voz se volvió aún más firme—, en adelante llamada esposa. Asimismo, la esposa no estará obligada a renunciar, reducir su carga de trabajo ni modificar su actividad profesional bajo ninguna circunstancia relacionada con el matrimonio.
Se detuvo. Me miró con la misma calma con la que uno espera el veredicto final.
—¿Estás de acuerdo?
—Estoy completamente de acuerdo —respondí con una leve sonrisa. Y lo estaba. No podría haberlo formulado mejor ni aunque lo hubiera escrito yo mismo.
—Perfecto —asintió, satisfecha—. Ahora pasemos a las condiciones de convivencia.
—Sí, y además —añadí con cierta ironía—, tendremos que mejorar mucho nuestras habilidades de actuación. Nos falta entrenamiento.
—¿En qué sentido? —preguntó, alzando una ceja con desconfianza.
Suspiré.
—Ayer Clara no se creyó ni por un segundo nuestra gran historia de amor —le confesé con tranquilidad, aunque sabía que cualquier mención de mi hermana no era precisamente de su agrado—. Detectó en menos de cinco minutos que no hay absolutamente nada entre nosotros.
Sandra se recostó en la silla, incrédula.
—Porque no hay absolutamente nada entre nosotros —replicó como si fuera la cosa más evidente del mundo.
—Exactamente —asentí—. Pero eso no nos exime de tener que construir la ilusión perfecta de que estamos locamente enamorados. No sólo por Clara. Por todos. Familia, prensa, socios, invitados. Nuestro matrimonio, a ojos del mundo, tiene que ser un acto de amor impulsivo y apasionado.
Ella me observó con escepticismo.
—¿Qué quieres que haga? ¿Qué me tire a tus brazos cada vez que alguien aparece en el horizonte?
Reí bajo.
—Nada tan dramático. Me conformo con una mirada de ternura bien disimulada en público. Permíteme tomarte de la cintura de vez en cuando. Y sí, por supuesto… algunos besos bien calculados el día de la boda.
Sandra se quedó pensativa. Evaluándome.
—Puedo soportarlo —dijo finalmente, con un tono tan práctico como si hablara de soportar un tacón incómodo durante una gala—. Pero viviremos aquí. En mi piso.
—No —negué de inmediato—. Es inviable. Este apartamento es pequeño, demasiado expuesto. Demasiados vecinos, demasiados ojos.
Ella suspiró, resignada.
—Bien —dijo al fin—. ¿Dónde entonces? Necesitamos un lugar que no despierte sospechas... pero tampoco quiero verte más de lo estrictamente necesario.
Sonreí levemente. Eso era muy de ella.
—Viviremos en mi casa. Ya la conoces. Hay espacio de sobra, privacidad absoluta, cámaras de seguridad y suficiente territorio para no tropezar contigo cada mañana si no lo deseas.
Sandra vaciló un segundo.
—Está demasiado lejos de mi trabajo —protestó, aunque sin verdadera convicción.
—Puedo alquilarte un helicóptero personal si lo deseas —ofrecí con sarcasmo—. Sería incluso muy acorde a nuestra imagen de pareja millonaria.
—Por favor —me miró con fastidio—. No empeores las cosas.
Anotó el tercer punto en su ordenador, mientras yo me recostaba, sabiendo que lo más delicado aún estaba por venir.