Sandra.
Nos llevó bastante tiempo redactar el contrato, porque cada vez añadíamos algo, eliminábamos algo, cambiábamos algo. Cuando terminaron, ya era muy tarde y Arthur se estaba preparando para irse a casa.
- Si quieres ¿podemos ir juntos a algún lugar mañana? - sugirió.
- ¿Para qué? - No entendí.
- Bueno, primero para que nos vean juntos, y segundo para que nos vayamos acostumbrando el uno al otro. - explicó.
-Está bien, lo pensaré. - Respondí evasivamente.
La verdad era que solo quería estar sola. Procesar lo que acababa de suceder. No todos los días te proponen un matrimonio tan frío, tan racional... tan extraño.
Y aun así, sabía que ya estaba metida demasiado hondo. No quería decepcionarlo. Arthur, con su forma rígida de ser, estaba haciendo un esfuerzo que le costaba más de lo que admitía. No cedía por debilidad, sino por miedo. Miedo a perder lo único que daba sentido a su mundo. Su fábrica, su legado. Y, por alguna razón incomprensible, ahora en ese mundo también estaba yo.
Cuando se fue, me quedé sentada en el salón, el contrato en las manos. Lo repasé otra vez, sin saber por qué. Estaba todo ahí, perfecto, medido, pensado. Y sin embargo, la ansiedad seguía clavada en mi pecho.
Hace un mes pensaba casarme con Boris. Ahora parece que era en otra vida. Yo era otra persona.
Y lo peor es que ya no sé por qué sigo adelante con este matrimonio. ¿Orgullo? ¿No darles el gusto a los que me compadecen en la oficina? ¿Evitar que mi madre me case con el primer candidato desesperado que encuentre?
Tal vez era eso. Tal vez era simplemente que no soportaba sentirme abandonada. No quería quedarme con el papel de la mujer dejada. No quería ser esa versión rota de mí.
Y aun así... tampoco era solo por eso.
Había algo más. Algo que no sabía nombrar.
Me quedé despierta hasta muy tarde, con la cabeza llena de preguntas sin respuesta, hasta que el sueño me venció sin darme cuenta. El contrato seguía sobre la mesa.
Apenas había conseguido dormirme al amanecer, y todavía me dolía la cabeza cuando sonó el teléfono. Arthur.
—Buenos días —dijo con ese tono impecablemente y educado—. ¿Has pensado lo de ayer? ¿Quieres que pasemos el día juntos?
Me froté los ojos y solté un suspiro.
—Arthur, sinceramente... no estoy de humor. No he dormido nada. No creo ser buena compañía hoy.
Hubo una pequeña pausa al otro lado de la línea.
—Perfecto —dijo él, enigmático—. Dame media hora.
Y colgó.
Me quedé mirando el móvil, incrédula. ¿Qué estaba planeando?
Luego fui a la ducha y cuando estaba preparando el café, llamaron a la puerta. Me arrastré hasta ella con desgana, giré el pomo sin entusiasmo... y al abrir, casi se me sale el corazón por la boca.
Arthur Starmer estaba de pie en el umbral de mi piso —pero no el Arthur empresario, serio y calculador—, sino un Arthur completamente transformado: vestido de caballero medieval, con capa oscura que caía hasta sus botas altas de cuero, camisa blanca abullonada, cinturón con hebilla de metal, y hasta una espada de utilería colgando de la cadera.
Llevaba un sombrero de ala ancha que, al verme, se quitó con gesto teatral y me dedicó una reverencia profunda, como un auténtico caballero de leyenda.
—Mi dama —dijo con solemnidad fingida, modulando la voz como un actor de teatro—, vengo a invitaros a una jornada de aventuras, música y festín. Se celebra hoy un glorioso mercadillo medieval y sería para mí un honor escoltaros.
Me quedé congelada en el marco de la puerta, parpadeando, como si de repente me hubieran cambiado de universo.
—¿Qué... qué demonios es esto? —balbuceé, sintiendo que una risa nerviosa me subía a la garganta sin remedio.
Arthur sonrió de lado, con ese aire suyo que mezclaba ironía y absoluta determinación.
—Me dijiste que no estabas de humor —respondió tranquilamente—. Y precisamente por eso necesitas esto. Nada cura mejor el alma que un poco de locura inofensiva. Toma, allí hay un disfraz para ti.
Me pasó una bolsa grande. La abrí y dentro, como si rematara la locura de la escena, estaba un vestido largo de época, de terciopelo verde oscuro, con cintas doradas y mangas de encaje.
-Con este vestido, mi señora, eclipsará todas las bellezas. – dijo, haciendo una segunda reverencia exagerada.
Lo observé un segundo más. Aquel hombre que anoche discutía conmigo cláusulas de un contrato matrimonial como si fuéramos dos abogados... ahora estaba disfrazado y sin rastro de vergüenza ni reservas.
Y lo peor —o lo mejor— es que empezaba a hacerme gracia.
Negué con la cabeza, incapaz de contener la risa que se me escapaba.
—Arthur, estás completamente loco —dije.
Él alzó las cejas, satisfecho.
—Posiblemente —admitió con un destello divertido en los ojos—. Pero soy un loco que cumple lo que promete.
Tendió de nuevo el vestido hacia mí, haciendo, como si me estuviera invitando a un baile de reyes.
Suspiré, vencida. No tenía fuerzas para discutir. Y, en el fondo, lo cierto era que necesitaba desesperadamente escapar de mis propios pensamientos.
—Está bien... —cedí con resignación fingida—. Dame quince minutos.
Arthur sonrió con calma, como un caballero que sabe que la batalla está ganada antes de tiempo.
—Os espero, mi dama —dijo con gravedad fingida—. No haré que el carruaje parta sin vos.
El lugar de mercadillo estaba abarrotado de gente disfrazada: caballeros, princesas, juglares, brujas... Había puestos de comida, artesanía, juegos y hasta músicos tocando gaitas y tambores. Todo olía a especias, a leña y a cerveza.
Yo iba caminando al lado de Arthur, aún incómoda con el vestido medieval que él me había traído, pero poco a poco empezaba a relajarme. El ambiente era tan surrealista que era imposible no dejarse llevar un poco.
—¿Te das cuenta de que esto es completamente ridículo? —le murmuré, mientras él saludaba a un herrero disfrazado como si fuera un viejo amigo.