Sandra
Tuve un día maravilloso junto a Arthur. Para mi sorpresa, resultó no ser ese hombre frío y calculador que imaginé al principio, obsesionado únicamente con no perder su fábrica. Todo lo contrario.
Me divertí mucho a su lado. Tenía un sentido del humor sutil, inteligente, y un talento inesperado para contar historias fascinantes. Sabía de aviones, sí, pero también de arte, de literatura, de viajes... y, lo que más me sorprendió, sabía escuchar. De verdad escuchar.
Algo tan escaso hoy en día que casi se siente como un lujo.
Estar con él me hacía olvidar el mundo exterior. Las preocupaciones se desvanecían, como si nunca hubieran existido. Era fácil, cómodo... y peligrosamente agradable.
Pero, inevitablemente, cuando regresé a mi apartamento y me encontré a solas —con ese contrato de matrimonio sobre la mesa— las dudas comenzaron a asomar como sombras inquietantes. Como esos espectros silenciosos que acechan en las películas de terror, esperando el momento perfecto para aparecer.
Al día siguiente, habíamos quedado en encontrarnos en el bufete de abogados de su amigo León para firmar el contrato que habíamos redactado.
Pero mis dudas seguían ahí, persiguiéndome.
Antes de dar un paso definitivo, decidí acudir a alguien en quien confiaba plenamente: Diana. Además de ser mi amiga, era abogada especialista en conflictos familiares —divorcios, herencias, custodia de hijos, pensiones...— y nadie mejor que ella para leer aquel documento con ojo crítico.
Sin pensarlo más, marqué su número.
Necesitaba escuchar su opinión. O, quizás, que me devolviera un poco de claridad antes de cruzar un punto de no retorno.
—Arthur me ha propuesto matrimonio —solté sin rodeos.
No había forma de suavizarlo. Tampoco quería hacerlo.
Vi en los ojos de Diana ese brillo inconfundible, ese destello de sorpresa pura que sólo tienen las personas que aún creen en las cosas bonitas. En las historias de amor. En los proyectos compartidos.
La vi buscar con la mirada un indicio de emoción en mi rostro, una sonrisa nerviosa, un destello de ilusión. Pero no encontró nada de eso.
—¿No es muy precipitado? —preguntó ella, incrédula.
Sabía que mi amiga no lo iba a entender al principio. Nadie lo haría. Porque la gente como Diana cree que el amor es el principio de todo.
Yo aprendí, a fuerza de golpes, que a veces el amor es el principio del fin.
Boris se encargó de eso.
Ese hombre fue mi primer naufragio. El que me enseñó que las promesas se evaporan, que los años juntos no pesan nada cuando alguien decide marcharse. Me dejó sin aviso. Sin disculpas.
Me arrebató el sueño de formar una familia, de tener hijos, de construir una historia que valiera la pena recordar.
Desde entonces, sólo me quedaba el orgullo. Y la frialdad de los planes bien hechos.
Le expliqué todo a Diana con la serenidad que había aprendido a usar como escudo.
Arthur no me ofrecía un cuento de hadas. Me ofrecía otra cosa: libertad. Seguridad económica. Un trato claro, limpio, sin mentiras disfrazadas de amor.
Ella me escuchaba en silencio. Siempre me escuchaba así, de ese modo que dolía un poco: sin juzgar, pero sintiendo demasiado.
Y entonces llegó el momento incómodo. La cláusula del contrato sobre la maternidad subrogada. La renuncia expresa a cualquier derecho sobre futuros hijos del matrimonio.
La vi tensarse. Lo vi en sus ojos antes de que dijera nada. La compasión disfrazada de pregunta.
—Sandra... ¿Estás segura de esto? ¿Renunciar así... sin siquiera pensarlo?
Suspiré. Me dolía más su ternura que sus palabras.
—No tengo conexión emocional con la idea de ser madre —dije, con la voz baja pero firme. No era una pose. Era mi verdad. No quería entregar otra parte vulnerable de mí a nadie. Los hijos te atan. Te exponen. Te dejan desnuda frente a alguien que puede irse cuando quiera.
Ella no lo entendía. Ella nunca había sido destruida desde adentro.
—Es que... —insistió, con esa dulzura que era su mayor virtud y su mayor debilidad— los hijos no son un bien a negociar, Sandra. No son un riesgo. Son otra cosa...
—Para ti —respondí—. Para mí, ahora mismo, serían una vulnerabilidad. Entiende, este matrimonio durará solo dos años. Lo necesito para relajarme, para volver a creer en mí misma, para restaurarme después del golpe.
No hubo reproche en su mirada. Pero sí una tristeza honda. Como si hubiera perdido algo conmigo. Como si estuviera viendo no sólo a su amiga... sino a alguien que había cambiado demasiado.
Cuando me preguntó si estaba segura de no mezclar sentimientos y matrimonio, la miré directo a los ojos.
—Esto es un trato limpio. Nada de emociones. Nada de complicaciones. Le ayudo a él y él a mí. Dentro de dos años nos divorciamos y quedamos como buenos amigos. Nada más.
—Sabes... quizá tengas razón —dijo Diana tras unos segundos de silencio cargados de pensamientos—. ¿Cuánto vale el amor, después de todo? Sobre todo, a nuestra edad... —esbozó una sonrisa triste—. A veces, nada. O nada que no se desgaste con el tiempo. Así que tal vez lo más sensato sea que tú y Arthur construyan eso: una relación amistosa, sincera, sin ilusiones rotas de por medio.
Asentí. Casi con una satisfacción amarga.
—Exacto. La amistad, al menos, no promete lo que no puede cumplir. Es mucho más honesta que el amor. Incluso el sexo, cuando es claro y sin compromiso, es más limpio que esos votos eternos que la gente repite y olvida a la primera crisis —dije con la voz firme, casi fría—. El amor... —hice una pausa breve— es un lujo que algunas de nosotras ya no podemos permitirnos.
—Más bien una lotería —Diana me miró de reojo y sonrió tristemente—. Todos juegan... y pocos ganan.
No dijo nada más. Yo tampoco. Me quedé dándole vueltas a sus palabras. Tenía razón. Yo ya jugué a la lotería del amor. Compré un billete llamado Boris... y perdí. Perdí todo. Ahora no me queda saldo ni ganas para volver a apostar. Por eso prefiero a Arthur. No promete premios, no vende sueños. Es como un trato en efectivo: sin intereses, sin sorpresas, sin pérdidas. Y, lo mejor de todo, me sale gratis.