Cómo te lo digo...

Capítulo 30. La gala y petición de mi mano.

Sandra.

La gala del cierre de la exposición se celebró en un antiguo casino, colindante al hotel, donde alojábamos. El lugar olía a nostalgia millonaria: mármol, candelabros, música de cuerdas en vivo, camareros que flotaban entre los invitados como fantasmas bien vestidos y causas nobles de ocasión.

Había cámaras, claro. Muchas. Y flashes disfrazados de casualidad.

Me vestí con un vestido rojo que no era escandaloso, pero tampoco discreto. Era regalo de Arthur, quien lo eligió con esa precisión matemática que tiene para todo: ni un centímetro de más, ni uno de menos. Lo bastante elegante para encajar, lo bastante llamativo para no pasar desapercibida.

Cuando bajé al vestíbulo del hotel y lo vi esperándome, supe que no habría vuelta atrás. Traje oscuro, corte impecable, mirada seria. Me ofreció el brazo con naturalidad, como si lo hubiéramos hecho toda la vida. Y quizás, en otra vida, lo habíamos hecho.

—Estás hermosa —dijo con voz tranquila, pero sus ojos no lo eran tanto.

—Y tú pareces sacado de una revista financiera. De las caras ricas, no de las interesantes —bromeé, para aligerar la tensión.

Él sonrió con discreción, como si agradeciera el intento.

La noche transcurrió entre saludos, brindis, y una cantidad insoportable de sonrisas falsas. Los inversores rodeaban a Arthur como satélites a un planeta prometedor. Le hablaban de financiación, de expansión, de fusiones estratégicas. Y él respondía con ese tono cortés y distante que dominaba a la perfección, como si todo el tiempo estuviera ligeramente por encima de la conversación.

Yo sonreía, posaba, decía frases ingeniosas en tres idiomas y mantenía la copa de champagne siempre llena, pero apenas bebida. Había aprendido a navegar ese mundo. Lo importante no era lo que decías, sino cómo te reías después.

De vez en cuando, Arthur me lanzaba una mirada fugaz. Como para comprobar que seguía ahí. Como si temiera que, al girar la cabeza, yo ya no estuviera.

Cerca de las once, los organizadores subieron al escenario. Una violinista tocó una pieza breve, emocional, diseñada para reblandecer corazones de concreto. Luego vinieron los discursos. Los agradecimientos. Las cifras obscenas de donaciones proyectadas en una pantalla con gráficos animados.

Y entonces, como quien lanza una bomba con voz amable, el maestro de ceremonias dijo:

—Y ahora, señoras y señores, permítanme compartir con ustedes una noticia maravillosa. Uno de los empresarios más destacados del sector aeronáutico ha decidido compartir algo muy especial con nosotros esta noche. Arthur Starmer, por favor, acompáñenos.

Arthur se levantó con calma. Su gesto era neutro, pero sus pasos estaban cargados de algo más. Caminó hacia el escenario, saludó con un apretón de manos breve, y tomó el micrófono.

—Buenas noches a todos —dijo, con esa voz suya, grave, segura—. Antes que nada, gracias por permitirme estar aquí. No suelo hablar en público de asuntos personales, pero esta vez haré una excepción.

Un murmullo recorrió la sala. Los camareros se detuvieron. Las cámaras giraron hacia él.

—Hoy quiero anunciar mi compromiso con una mujer excepcional. No solo por su talento, su coraje o su inteligencia, sino por su capacidad de ver más allá de las apariencias. De encontrar humanidad donde otros solo ven negocios. Su nombre es Alejandra Ruiz. Y estoy orgulloso de decir que, si ella acepta, me casaré con ella.

Todos se giraron hacia mí.

Sonreí. No demasiado. Lo justo para no parecer aterrada ni eufórica. Me levanté despacio y caminé hasta él. Al llegar, me tomó la mano y la levantó como si fuéramos una pareja olímpica. El salón aplaudió. Las cámaras registraron. Los inversores sonrieron como hienas satisfechas.

Yo no sabía si estaba entrando en el sueño de alguien más… o en mi propia trampa. No, yo ya estaba preparada para esto, Arthur me avisó, y incluso lo ensayamos en el hotel, pero igual sentí algo de vértigo.

Tal vez por eso no reconocí el peligro cuando apareció Lorena. No la conocía en persona, y además, no tenía pinta de villana. Era una más entre las damas de la velada: vestida de alta costura, enjoyada con discreta ostentación, moviéndose con gracia y sonriendo con unos labios delineados a la perfección.

Después del anuncio de nuestro compromiso y tras recibir una catarata de felicitaciones, escapé al balcón trasero. Necesitaba aire. La música sonaba demasiado fuerte, las preguntas disfrazadas de halagos me dejaban exhausta, y el perfeccionismo artificial de la noche empezaba a asfixiarme. Arthur se había quedado dentro, charlando con un ministro austríaco que hablaba como si cada palabra suya pudiera evitar una guerra.

Fue entonces, entre las luces doradas del salón, que la vi. Más alta de lo que imaginaba. Más delgada. Con esa belleza milimétricamente calculada: maquillaje invisible, vestido negro sin una arruga, joyas que murmuraban “no las necesito, pero igual miren”. Caminaba con precisión de cirujana.

Fue directo hacia Arthur. Lo saludó con un beso en la mejilla —uno de esos que duran apenas un segundo más de lo necesario—, y le regaló una sonrisa que solo él podría traducir. Y Arthur, por primera vez en toda la noche, pareció perder el control. No sudó. No tartamudeó. Pero bajó la mirada. Ese pequeño gesto —ese descenso de los ojos— fue suficiente para saber que el huracán todavía dejaba escombros por dentro.

Me acerqué sin apuro, copa en mano, con la calma medida de quien entiende que algunas guerras no se ganan con balas, sino con silencios punzantes.

Se movía como una ex que se niega a ser historia. Como una amenaza perfumada.

—Amor —dije, colocándome a su lado y apartando la vibora—, ¿no vas a presentarme?

Arthur parpadeó, como quien regresa de un sitio donde ya no quiere estar.

—Claro —dijo, tomándome de la mano como si fuera un salvavidas—. Sandra, ella es Lorena.

—Encantada —sonreí, tendiéndole la mano—. Me han hablado tanto de usted que casi siento que ya la conocía. Pero hay algo que me intriga profundamente —añadí, haciendo una pausa teatral mientras clavaba la mirada en esos ojos llenos de descaro—. ¿Por casualidad usted no es austriaca?




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