Sandra.
Para ser honesta, me quedé entre sorprendida y humillada por su advertencia: “No te enamores de mí de verdad.”
¿¡Perdón!? ¿Quién se cree que es? ¿Brad Pitt versión presupuesto mínimo? ¡Por favor!
Después de Boris, el amor romántico estaba en la misma categoría que los alimentos vencidos: ni mirarlos.
Pero me contuve. No le respondí. Ni con palabras ni con una bofetada, aunque lo segundo fue tentador. Me limité a respirar hondo y recordarme una cosa: el contrato.
Ese precioso documento firmado con letra impresa y letra chica. Según sus términos, si por mi culpa la boda oficial no se llevaba a cabo, o si nuestro matrimonio se disolvía antes de la fecha acordada, debía pagarle a Arthur veinte millones.
Veinte. Millones. ¿Escuchaste bien?
Lo justo para intentar recuperar una parte de la fábrica, antes de que su hermana se hiciera con todo el control, como tenía planeado si Arthur no cumplía con la condición del testamento de su padre.
Yo, por supuesto, no tenía ese dinero. Ni vendiendo todo lo que poseía. Ni hipotecando mi dignidad. Ni con la venta de ambos riñones y, si nos ponemos creativos, también una córnea. Así que lo mejor que podía hacer era mantener la boca cerrada, el rostro neutral y la cabeza fría.
Pero, para decir la verdad, no todo era un infierno. En mi estancia en Suiza, aprendí una cosa útil: con Arthur hay que ser estratégica. Inteligente.
No provocarlo. No tomarse sus pullas como personales (aunque a veces dolieran como un dardo en el ego). Vivir mi vida en paralelo, sin invadir la suya.
Aceptar que él no se iba a dejar forzar. Ni por mí. Ni por nadie. Pero en todo lo demás, Artur era un hombre perfecto.
Pero luego vino el incidente con Lorena. Y ahí perdí el control.
Todavía hoy no sé muy bien qué me pasó. No sabría explicarlo. Tal vez recordaba sus palabras dolorosas de la confección de anoche, o fue la forma en que la miraba, o cómo su presencia lo arrastraba a un estado de desconexión total y simplemente quería protegerlo.
O tal vez fue otra cosa… algo más primitivo. Más visceral. No me gustaba como esa víbora lo dominaba solo con una mirada.
O ver la cara de Arthur sufriendo y en mismo tiempo disfrutando, como si todo su cinismo y su lógica de acero se hubieran evaporado, me resultó intolerable.
No supe responder, pero entonces reaccioné. Me lancé a hacer lo que él no podía: tomar las riendas. Poner orden en medio de ese caos emocional que ni siquiera quería admitir que lo afectaba.
No sé si fue un impulso de cariño, un acto reflejo de orgullo herido, una necesidad de sentirme útil… o simplemente un mecanismo de defensa.
Pero lo hice.
Y no me arrepiento.
O al menos, eso me repito cada vez que el silencio se vuelve incómodo.
Cuando se lo conté todo a Diana, ella tardó menos de un minuto en clavarme la pregunta:
—¿Entonces… no pensabas casarte sin amor? Creo que estas enamorándote de Arthur.
—¡Por supuesto que no! —respondí, con esa rapidez sospechosa de quien quiere cerrar un tema antes de que empiece. Hice un gesto con la mano, como espantando moscas—. Ese no es el punto. ¡Mira este anillo! —añadí, extendiendo los dedos con el diamante brillando como un faro de negación. – Dentro de dos años lo vendo y voy al Caribe de crucero.
Diana me miró sin sonreír. Su gesto era tan suave como su tono, pero detrás había algo más denso, una tristeza silenciosa.
—Me alegro por ti —dijo, apretando mi mano con afecto—, pero no te hagas demasiadas ilusiones. Solo quiero que estés segura de lo que vas a hacer. A veces, lo que empieza como un plan meditado… termina siendo una trampa disfrazada de final feliz.
—Diana, no empieces —repliqué, forzando una sonrisa, esa que uso cuando quiero convencer al mundo (y a mí misma) de que todo está bajo control—. Sé exactamente lo que hago. Arthur me trata como una reina. Y después de Boris, créeme, eso es más que suficiente.
Pero Diana no estaba convencida. Ni yo, si somos honestas.
—Solo te digo que… no te enamores de ese hombre —susurró, bajando la vista—. Porque su corazón, parece, aún no te pertenece. Sigue allá, con ella.
No sé si esa advertencia era para mí… o para sí misma. Tal vez para las dos.
—Me da igual a quién pertenezca su corazón —dije, más rápido de lo necesario, y más fuerte de lo que pretendía. La rabia me brotó como un mecanismo de emergencia—. Yo solo estoy cumpliendo un contrato, Diana. Nada más. En dos meses celebramos la boda, y espero verte ahí, sonriendo como una buena amiga.
Pero incluso mientras hablaba, algo dentro de mí ya sabía que estaba mintiendo. No a ella.
A mí.
Después de esa conversación, el caos se instaló en mi mente como una tormenta silenciosa.
No sabía —no sabía de verdad— qué me había llevado a firmar ese maldito contrato. No fue por venganza a Boris, no por amenazas de mi madre, de eso estaba segura… ¿o no del todo? ¿Fue orgullo? ¿Desesperación? ¿La necesidad absurda de demostrar que podía con todo, incluso con un matrimonio prefabricado?
No entendía lo que sentía por Arthur. No podía etiquetarlo, ni siquiera acotarlo. Era un revoltijo de emociones mal cosidas: fascinación, rabia, ternura, distancia. A veces me parecía un extraño. A veces, demasiado familiar. Y yo… ¿qué esperaba de él? ¿De nosotros? ¿De mí?
Ni siquiera podía visualizar cómo sería nuestra vida después de la boda. Una boda que, después de Suiza, ya no quería... o mejor dicho, sí la quería, pero no así: no tan pomposa, no tan absurda, no tan falsa. Algo dentro de mí se resistía a toda esa teatralidad. Como si casarme en medio de una puesta en escena terminara de confirmar que todo esto no era real. Y sin embargo, ahí estaba: en el centro del escenario.
Y lo peor… lo que más me inquietaba…
Era darme cuenta de que cuanto más tiempo pasaba con Arthur, más perdía el equilibrio emocional. La cercanía con él no me hacía bien. Activaba algo en mí que no sabía manejar. Me sentía dividida, casi como si tuviera dos versiones de mí misma: una que lo deseaba, que se dejaba llevar por sus atenciones, sus gestos inesperados, su forma extrañamente vulnerable de ser fuerte… y otra que quería salir corriendo, que lo rechazaba con la misma intensidad con la que, por momentos, lo necesitaba.