Arthur.
Después del anuncio multitudinario de nuestro compromiso en Suiza, Sandra estaba… rara. No triste, no molesta. Solo ensimismada, como si hubiera dejado algo pendiente allá. O como si hubiera cruzado una línea que prefería no ver.
Yo, por mi parte, preferí no preguntar. No porque no me importara. Sino porque temía que la respuesta no me gustaría.
Un día, después de la cena en un restaurante famoso, donde ambos fingíamos ser una pareja con naturalidad, Sandra dejó caer la bomba:
—Sabes, yo pensé bien y sé lo que no quiero. Ni un escenario más. Ni una multitud de extraños fingiendo que nos conocen y nosotros los entendemos sin diccionario, —dijo, sin rodeos—. Quiero que la boda sea algo más… discreta.
—¿Discreta? ¿Tú? —arqueé una ceja—. Pero si querías salir en todas las portadas de revistas hasta de los suplementos para jardinería.
—Sí, lo quería. Hasta que descubrí que seis horas con tacones son una forma de tortura medieval que ni la Inquisición habría aprobado —resopló—. ¿Sabes lo que es sonreír sin pausa mientras alguien con un moño imposible te cuenta que se inspira en Kandinsky para diseñar cubiertos?
Sonreí. Claro que no era por los tacones. Era por el esfuerzo titánico de sostener la máscara de "novia encantada" sin que se le notaran las costuras.
—Bien —dije—. Hagámoslo como tú quieras. Pero tú te encargas de la boda. Yo, como comprenderás, después de la exposición tengo otras prioridades que no incluyen flores, listas de invitados ni pruebas de menú.
—¡Nooo! —gritó, como si le hubiera propuesto trepar el Everest en bata de baño—. Yo tampoco puedo. Estoy llena de trabajo: la nueva telenovela, los contratos, entrevistas, dramas reproducidos entre los actores…
—Entonces… ¿contratamos a una de esas agencias que se dedican a vender las celebraciones de las bodas por encargos? —pregunté, ya medio vencido.
—No, tengo una idea mejor —dijo, con esa sonrisa que anunciaba caos—. Mi madre está loca por organizarla. ¡Dejemos que ella se encargue! Así podrá hacer todo como me gusta, aunque con su visión para este acontecimiento del año.
—Hmm, interesante —asentí—. Pero si le damos vía libre a la tuya, la mía va a querer meter mano también. ¿Qué opinas?
—¡Perfecto! —exclamó, encantada con el apocalipsis venidero—. Se van a matar antes de que lleguemos al altar. ¡Nos ahorran el drama postnupcial!
—No tendrán tiempo. Faltan apenas dos meses —le recordé.
—Oh, por favor. No subestimes a mi madre. Es capaz de empezar una guerra civil con solo elegir los manteles equivocados.
—Y tú no conoces a la mía —reí—. Hace alianzas, no acuerdos de paz.
Sandra me miró con esa chispa traviesa que solo aparece cuando planea una catástrofe con forma de fiesta.
—¿Sabes qué? Mejor así. Si nuestras madres se odian desde el principio, el divorcio será pan comido. Sin remordimientos ni reproches familiares. Con suerte, incluso se neutralizan mutuamente.
Pero, como suele pasar cuando uno subestima a su propia familia... estábamos profundamente equivocados.
Nuestras madres no solo no se pelearon, como habíamos anticipado con optimismo casi infantil, sino que, para nuestra desgracia, formaron una alianza más sólida que la OTAN. Y en menos de una semana, llegaron a la conclusión —unánime, entusiasta y peligrosamente eufórica— de que nuestra boda debía ser un evento “de más alto nivel”.
Y claro… se lanzaron a organizarlo con la eficiencia de un comité olímpico y la creatividad de una pasarela en Milán. Sandra y yo, por nuestra parte, quedamos elegantemente desplazados. A veces nos llevaban a los sastres, preguntaban las cosas insignificantes… pero sin prestar mucha atención. Yo pensaba que Sandra estaba al tanto de estas preparaciones y ella imaginaba que yo también. Pero la mayoría del tiempo, estábamos demasiado ocupados con nuestras vidas para enterarnos e intervenir o, digamos, detener la catástrofe en gestación.
Después de todo, no vivíamos juntos, trabajábamos como si el capitalismo dependiera de nosotros, y habíamos delegado inocentemente todo en nuestras madres con una fe ciega que rozaba el suicidio logístico.
Fue así que, cuando por fin nos revelaron el lugar oficial de la boda, entendimos —con ese escalofrío que uno siente al leer la factura de la tarjeta de crédito sin querer— que habíamos cometido un error. Un error grande. Monumental. De esos que terminan con drones lanzando pétalos y coros de niños eslovenos cantando en latín.
—En realidad fue idea tuya —le recordé a Sandra, que ya fruncía el ceño con una mezcla de horror y resignación—. Así que no presumas y acepta lo que hay. Ya no tenemos tiempo de frenar esta locomotora decorada con hortensias.
—Dios mío… —exhaló ella, mirando al techo como si esperara una señal divina—. Yo le dije a mi madre que no quería muchos invitados. Una ceremonia íntima, media hora como mucho, sin fuegos artificiales ni alfombras rojas…
Su voz tembló con la indignación de alguien que encargó una ensalada y recibió un cochinillo con banda de mariachis.
—Sí, pero… ¿qué vamos a hacer con la ceremonia religiosa? —preguntó Sandra de pronto, como si un pensamiento incómodo se le hubiera colado entre las pestañas—. En serio, Arthur, soy atea. No voy a pararme frente a un altar a jurar que siento un amor sobrenatural por ti. Ya bastante performance con lo del compromiso.
—Te lo advertí —resoplé, cruzándome de brazos—. Fue una mala idea confiarle todo a nuestras madres. Ahora explícales tú que no necesitamos un sacerdote. Yo ya tengo suficientes enemigos diplomáticos.
—¿Y qué va a pasar con el divorcio después? —preguntó, con súbita seriedad dramática.
—De ninguna manera —dije tajante, y luego añadí con una sonrisa seca—: Gracias a Dios vivimos en un estado laico. Si decides casarte de verdad algún día, tendrás que pasar por el registro civil como cualquier ciudadana sensata.