Cómo te lo digo...

Capítulo 34. Día de la boda.

Arthur.

El gran día llegó con puntualidad suiza. Literalmente: eran las once en punto y ya teníamos a una cuñada de Sandra cronometrando cada paso como si la boda fuera una operación militar y no una celebración.

La iglesia… bueno, llamarla iglesia era como decirle “pieza decorativa” al Coliseo de Roma. Era una catedral barroca con frescos en el techo, mármol por doquier y una acústica capaz de amplificar hasta un suspiro nervioso. Todo lo que Sandra no había pedido. Y todo lo que nuestras madres habían interpretado como “intimidad elegante”.

Entramos separados, como dicta el protocolo y las películas malas. Yo con cara de diplomático cansado, estaba delante del altar, escuchando malas bromas de León, que por alguna razón parecía más nervioso que yo. El órgano sonaba con tanta pompa que los turistas afuera deberían pensar que estaba comenzando una misa papal.

La música cambió. Un murmullo recorrió la iglesia como una ráfaga de viento antes de una tormenta. Todos giraron la cabeza al mismo tiempo, como si obedecieran una orden silenciosa.

Sandra entraba del brazo de su padre, con pasos lentos y elegantes sobre la alfombra roja, como si caminara hacia algo que no terminaba de tomarse del todo en serio… pero tampoco podía evitar sentir.

El vestido era un misterio blanco. No era ostentoso, pero tenía la clase de las cosas diseñadas para no ser olvidadas. Sin brillos, sin exceso de encaje, sin esa teatralidad absurda que tanto detestaba. Solo un corte limpio, sobrio, perfecto. Como ella. Pero ahora la vi distinta. No por el vestido. No por el peinado ni el velo ni la luz que se colaba por los vitrales.

La vi distinta porque, por primera vez desde que todo esto empezó, me pareció vulnerable. No frágil. Vulnerable. Como si debajo de todas las capas de sarcasmo y control, hubiera una mujer preguntándose si esta locura —este contrato sentimental con fecha de vencimiento— no estaba cruzando una línea invisible.

Y quizá yo también.

Su padre la miró con orgullo, pero también con cierto desconcierto, como si aún no supiera si debía estar contento por esta boda o preocupado por a quien dejara a su niña.

Cuando llegaron al altar, Sandra soltó su brazo con suavidad, sin mirar atrás. Se colocó frente a mí. Y por un segundo, no pasó nada, luego…

—Es como casarse en un museo que también funciona como teatro de ópera y sede del Vaticano —murmuró Sandra, mientras Diana le ajustaban el velo por enésima vez.

—Tú querías algo discreto. Esto es discretamente imperial. —Intenté bromear.

—Me siento como María Antonieta… justo antes de que le trajeran la guillotina —respondió, sin parpadear.

—No exageres. – sonreí. – Por lo menos nuestras suegras están muy contentas.

Aunque tenía razón, todo era exagerado. Las flores parecían salidas de una producción de Broadway. La alfombra era tan roja que probablemente había pertenecido a un sultán. Y el cura… ah, el cura era una figura regia que hablaba con voz de locutor de radio nocturna y que, claramente, no tenía idea de que los novios no creían ni en los santos ni en la santidad del matrimonio.

León se acercó a Diana y le dijo algo en el oído, ella sonrió y lo miró algo extraño. ¿Con amor? Eso me sorprendió, porque antes eso era imposible. Pero no me dio ni tiempo para preguntarle, porque llegó el momento crucial.

La música se detuvo en una nota suspendida en el aire. El cura, imperturbable como un juez de mármol, nos miró a ambos con gravedad sacerdotal.

Primero, me tocó a mí.

—Arthur, ¿aceptas a Alejandra como tu legítima esposa, para amarla, honrarla, protegerla en la salud, en la enfermedad, en la fortuna y en la ruina, hasta que la muerte los separe?

La frase, tan solemne, tan antigua, me cayó encima con un peso que no esperaba. Quizá porque justo en ese instante, cuando giré hacia Sandra, vi algo distinto en su expresión. No era ironía. No era fastidio. Era otra cosa. Algo que parecía fragilidad, o quizás una verdad mal disimulada.

Y me sorprendí, de verdad, al notar que, durante un segundo, me tembló la voz.

—Sí —dije, no como una obligación, ni como una actuación. Lo dije como quien abre una puerta sin estar del todo seguro de lo que hay al otro lado… pero igual da el paso.

Sandra no me miraba. Seguía con los ojos fijos al frente, como si sostener mi mirada fuese demasiado. O demasiado arriesgado.

Entonces el cura habló de nuevo, con ese tono que parece venir desde el techo pintado con ángeles:

—¿Alejandra, aceptas a Arthur como tu legítimo esposo, para amarlo, honrarlo, acompañarlo en la fortuna y en la adversidad, hasta que la muerte los separe?

Hubo un silencio. Mínimo. Apenas un segundo más largo de lo normal. Pero suficiente para que el mundo se detuviera.

Sandra giró la cabeza. Esta vez sí, me miró. Y en sus ojos había algo… no era ternura exactamente, ni pasión. Era algo más escurridizo. Como si por una grieta se hubiera colado la posibilidad de que todo esto… tal vez… no fuera tan falso.

Y entonces, sonrió. Pero no con esa sonrisa suya, cortante, de sarcasmo afilado.

Esta fue otra. Pequeña. Melancólica. Cómplice.

—Sí —dijo. Sin adorno. Sin teatralidad. Como quien admite algo que no quería confesar. Y durante un segundo, me pareció que lo decía en serio. Más de lo que ambos hubiéramos querido.

El cura bendijo la unión. Los invitados aplaudieron con entusiasmo coreografiado. La música volvió a sonar.

Pero yo seguía ahí, procesando ese "sí" que se me había quedado clavado como un alfiler invisible en la garganta.

Sandra volvió a girar hacia el altar con el rostro impecable y porte de emperatriz resignada.

En ese momento lo entendí, que Sandra había cambiado de opinión. Ya no quería casarse conmigo. O quizá nunca quiso, pero ahora lo sentía con una claridad tan brutal que ni ella misma podía disimularlo.
Y sin embargo, ya era tarde. El contrato estaba firmado. Los plazos corriendo. Las consecuencias selladas. No soy ingenuo. Sabía perfectamente que ella no podía pagarme veinte millones, ni siquiera con ayuda de su padre, ni vendiendo su nombre en letras doradas. Y por eso seguía ahí, conmigo, sosteniendo esta farsa vestida de novia... con la dignidad de alguien que camina hacia su propio funeral con los zapatos bien lustrados.




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